miércoles, 24 de junio de 2015

Triunfo lírico en Ginebra - Gabriel García Márquez (publicado en diciembre 1955)

Roma, noviembre

Hace pocas semanas se realizó en Ginebra el Concurso Internacional de Ejecución Musical. En su género, ése es el más importante certamen del mundo. A la competencia del canto lírico enviaron sus representantes casi todos los países de la tierra: 153 concursantes, de ambos lados de la cortina de hierro. Veinte de ellos clasificaron en la selección final, frente a un jurado compuesto por cinco expertos internacionales. Y entre los veinte finalistas estaba representada solamente una nación en Suramérica: la extensa, legendaria y deshabitada república de Colombia. En la eliminatoria final, el representante de esa república ocupó el octavo puesto, por su cuenta y riesgo. Porque el caso es que Colombia no sabía que estaba representada en Ginebra.

El hombre que cometió el abuso de representar a su país sin permiso de nadie, de glorificarlo frente a casi todos los países de la tierra y de gastarse en la empresa su propio dinero porque el ministerio de educación no tenía ni un centavo, se llama Rafael Ribero Silva y nació en San Gil, Santander, hace veintiocho años. Este tenor, a quien en adelante llamaré confianzudamente “Rafael”, porque sé que él no se pondrá bravo, es un hombre serio, y además de serio, soltero.  Desde hace seis meses se dejó crecer la barba, pero no para despistar a la policía, sino porque hace un año y medio se le cayeron las barbas postizas cuando interpretaba La Bohème.

Un tenor a domicilio

El triunfo de Ginebra, que fue un triunfo para Colombia, no fue, sin embargo, un triunfo en la carrera de Rafael. Fue un accidente, porque su maestro de canto lírico de Italia esperaba que ocupara el primer puesto.

Pero Rafael no se ha descorazonado. Lo pueden asegurar todos los habitantes del moderno barrio de Parioli, en Roma, que hace seis años no usan despertador. A las siete en punto, Rafael se levanta a hacer sus ejercicios de canto. Las notas se rompen como piedras contra los cristales de las ventanas y los vecinos saben entonces que es hora de levantarse. En otra parte se habría constituido una asociación de vecinos para tirar al tenor por la ventana. Pero en eso se diferencia Roma de las otras ciudades del mundo. Más que un teléfono blanco o un automóvil último modelo, para los romanos es un lujo tener un tenor de carne y hueso como un servicio a domicilio.

Defecto de familia

La costumbre de despertar vecinos no empezó con Rafael, el penúltimo de los cinco hijos de Rafael Ribero Barrera y doña Eva Silva de Ribero. Es un defecto de familia. A don Fabián Ribero, un tío suyo, lo asesinaron en San Gil, porque estaba muy cansado y no quiso cantar una serenata. Su padre, en cambio, no se cansaba nunca de cantar. Dicen que cuando cantaba bambucos y pasillos, acompañándose con el tiple en El Gallineral, despertaba con su voz a los que dormían en la plaza de San Gil, a un kilómetro de distancia. Don Rafael podía cantar toda la noche y a las seis de la mañana llegaba a la casa, se cambiaba de ropa y se iba a cantar a la iglesia.

En las fiestas familiares, el cuadro era completo. Entonces la acompañaba al piano doña Eva, su esposa, que además tenía la afición del teatro y la demostraba montando piezas sencillas en las funciones de beneficencia. Una de las actrices preferidas para ingenuos papeles infantiles era la graciosa y despierta Esperanza Gallón, la actual reina de la belleza de Colombia. De manera que Rafael encontró el ejemplo en su casa. En su padre, en su madre y el viejo y polvoriento gramófono de cilindro, donde aprendió la primera canción: La hija del penal. Era un tango triste, que las visitas tenían que tragarse a viva fuerza, embadurnado con dulce de guayaba.

Por qué no se caen los puentes

Cuando tenía diez años, Rafael vio un hombre que tocaba la flauta en un matrimonio. Cuando tenía veinte, lo mandaron a estudiar ingeniería a la Escuela de Minas de Medellín. Los dioses tutelares de la república, de que hablaba el doctor Alfonso López en sus discursos, dispusieron que ocurriera entonces una casualidad: Rafael volvió a encontrarse con el hombre que tocaba la flauta en los matrimonios. El hombre se llamaba Gil Díaz y es ése un nombre que debe recordarse con gratitud, porque a él se debe que no se estén cayendo los puentes en Colombia. De tanto trasnocharse los sábados y domingos con Gil Díaz, entonces director de la orquesta de La Voz de Antioquia, Rafael fue reprobado en la Escuela de Minas.

“Este niño es un caso perdido”, dijeron en su casa cuando regresó a Bucaramanga con una sola nota buena: la más alta nota de Granada, la conocida canción de Agustín Lara. Entonces don Alfonso Silva Silva, encargado de resolver el problema, decidió que el muchacho fuera contabilista. “Me perseguían los números”, dice Rafael, sin doble sentido, cuando se acuerda de aquella época sin perspectivas. Pero la contabilidad duró menos que la ingeniería.

Desesperado, don Alfonso Silva Silva mandó el sobrino donde el maestro Manuel Grajales, para que éste le demostrara que no servía para el canto. Pero el maestro Grajales disparó por la culata: opinó que Rafael debía ser mandado urgentemente a Milán, a que se educara la voz, pues tenía “el ciento por ciento de probabilidades de hacer una carrera brillante”. Frente a un diagnostico tan alarmante, no quedó más remedio: metieron a Rafael en un avión para que se fuera directamente a Milán. De eso hace seis años y todavía no ha llegado.

Cuento chino

“Me quedé en Roma, porque en el avión viajé con un árabe vestido de árabe”, dice Rafael, que siempre está buscando una manera de justificar su vieja costumbre de hacer lo que le da la gana. Y para justificarlo recurre a los argumentos más arbitrarios, como ese del árabe vestido de árabe, o del chino vestido de chino, con que viajó a Sassari, donde triunfó por primera vez; o el del escocés vestido de escocés, que encontró en el compartimiento del tren hace tres semanas, cuando iba para Ginebra.

Pero la verdad es que Rafael se quedó en Roma porque supo que aquí vive el mejor maestro de canto de Italia: el commendatore, conde Carlo Calcagni. Cuarenta y ocho horas después de llegar a Roma, Rafael fue donde el conde, y el conde le dio inmediatamente la lección más importante de su vida: le dijo que no sabía cantar, que la voz no le servía y que no podía admitirlo, porque no quería robarle la plata.

Pero Rafael insistió, y el conde resolvió admitirlo, “para ver si se puede hacer algo”. “Es la única equivocación que he tenido en mi vida”, dice ahora la anciana esposa del conde, condesa Beatrice Calcagni Soldini, confesando que fue ella, con su larga experiencia de soprano y de maestra, quien desahució a Rafael hace seis años.

El ejemplo del gallo

Pero quienes conocen a Rafael, quienes han seguido de cerca sus estudios piensan que el conde tenía razón. El suyo es un triunfo de la disciplina, del estudio metódico e infatigable de la vocación y de esa terquedad de santandereano cimarrón que no ha sido quebrantada por su larga permanencia en Europa. Durante seis años, Rafael se ha hecho a sí mismo, todos los días a las siete de la mañana, despertando a los vecinos. Le ha torcido el cuello a su instinto de alegre tocador de tiple, de intemperante serenatero, y ha aprendido a acostarse a las once de la noche, cuando no va a la ópera, ya sea a un palco o al escenario. Pero, para ser justos, Rafael le atribuye sus triunfos a otra cosa: al agua de manzanas, que bebe casi supersticiosamente antes de cantar. En Ginebra, cuando salió al escenario en la noche decisiva, Rafael sabía ya que no obtendría el primer puesto: en vez de agua de manzanas, le prepararon por un error de traducción, una taza de agua de duraznos.

Adivina, adivinador

En la actualidad, Rafael puede cantar, en cualquier momento, un programa de diez óperas, que conoce a fondo. Técnicamente sus estudios de canto han terminado, pero sigue visitando dos veces por semana a su maestro, con quien discute algunos problemas de matices. Sus estudios son ahora de otra índole: perfeccionamiento teatral, porque hace veinte meses, cuando interpretó a Tosca, en Cerdeña, alguien que sabía de eso le dijo que tenía dificultades para caminar en el escenario. Rafael inició el curso inmediatamente, a pesar de que el agente de la policía que lo esperó a la salida del teatro y le pidió el primer autógrafo de su vida, era de otro parecer. “Lei é un cannone —le dijo el agente—. Se lo dico io che me ne entendo molto”.

Cuando fue a Ginebra, hace tres semanas, ya sabía caminar en el escenario. Pero eso no le sirvió de nada, ni en favor ni en contra, porque los miembros del jurado no le vieron la cara. Ni siquiera conocieron su nombre. En efecto, como una garantía de imparcialidad absoluta, los concursantes son identificados con un número (Rafael fue el 120) y los miembros del jurado los escuchan detrás de un cancel. Cualquier sonido extraño emitido por un concursante y que pueda considerarse como una clave identificadora, lo inhabilita para continuar la competencia.  Rafael, para cantar con más comodidad y descargar el sistema nervioso, se presentó siempre en mangas de camisa. Pero muchos se presentaron de frac, a pesar de que estaban seguros de que nadie los estaba viendo. Era cuestión de principios

¿Qué es lo importante?

La primera vez que Rafael cantó en público, profesionalmente, estuvo a punto de dar al traste con su carrera. Tenía que interpretar a Rodolfo, en La Bohème, y en el momento de vestirse en el camerino descubrió que había olvidado la camisa. En diez minutos, a bordo de un viejo automóvil a través del enloquecido tránsito de Roma, se trasladó desde el Teatro dei Satiri al barrio Parioli, y alcanzó a estar a tiempo en escena sin que el director de la compañía se diera cuenta del incidente, y sin que el director del tránsito romano se diera cuenta de que se había saltado dos semáforos en rojo. Su actuación en esa noche le valió el primer contrato: con la compañía  de ópera Città di Roma, en la cual interpretó a Pinkerton, de Madame Butterfly. Posteriormente fue intérprete de Lucía, de Donizetti, en el Instituto de Cultura Hispánica, en el Teatro Calderón y en Radio Nacional, de Madrid. Ha dado conciertos de música clásica, de cámara y de concierto en el Victoria Hall, de Ginebra y en Estrasburgo.

“No tiene nada de raro que, por añadidura, el arte me resulte un buen negocio”, dice Rafael, haciendo cuentas. Y eso debe ser para él, en realidad, una sorpresa, pues es un hombre un poco despistado en el mecanismo de la vida práctica. Cree en el arte por el arte y en  el efecto que puede causar en una mujer un ramo de quince rosas. Quienes lo conocemos un poco, sabemos que llegará quizá hasta donde él mismo no se lo imagina. Y sabemos que siempre saldrá de los apuros más dramáticos repitiendo una frase que aprendió en San Gil, que no ha olvidado nunca, y que es la llave maestra que le ha abierto muchas puertas. Cuando otro hombre de voluntad menos firme se hubiera derrumbado, Rafael ha empujado hacia adelante, apretando los puños y diciendo esa frase: “Lo importante es no atortolarse”.

2 comentarios:

  1. Hola Eladio Linacero. Hoy leí este reportaje con una copia a maquina que me suministraron en el instituto de cultura de San Gil. Lo bsuque en internet y encontre tu blog. Felicitaciones. Con su venia lo divulgare, tanto en facebook como en mi blog. Te aseguro que pocos sangileños lo conocemos. Cordial saludo.

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  2. Claro que vale la pena divulgarlo porque en este país olvidado llamado Colombia, somos más los buenos.

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