domingo, 19 de junio de 2016

El novelista y el político - Leon Trotsky (1935)



Nota mía: Este texto que les traigo hoy tiene varias particularidades. Para empezar es una traducción mía del francés, que a su vez es una traducción del texto original publicado en “The Atlantic Monthly” en inglés. La fuente de la que lo extraigo es el libro “Voyage au bout de la nuit critiques 1932 – 1935” de la editorial IMEC. Éste trae por título “Céline et Poincaré”,
aunque el original sea “el novelista y el político”, y supongo que lo es porque un personaje como Poincaré es fácilmente reconocible por los franceses, pero no tanto por los ajenos a ese país. Por ello el que traduzco como título es aquel de lengua inglesa.  Espero les guste.


Louis-Ferdinand Céline ha entrado en la gran literatura como otros penetran en su propia casa. Hombre maduro, equipado de la vasta provisión de observaciones del médico y del artista, con una soberana indiferencia desde el punto de vista del academicismo, con un sentido excepcional de la vida y de la lengua; Céline ha escrito un libro que seguirá vivo sin importar que llegase a escribir otros de ese mismo nivel. Viaje al final de la noche, novela del pesimismo, fue dictada más por el pavor frente a la vida y por la lasitud que ella ocasiona, que por rebelión; puesto que una rebelión activa está liada a la esperanza y en el libro de Céline, eso no existe.

Un estudiante parisino, descendiente de una familia humilde, razonador, antipatriota y semi-anarquista (de esos de los cuales están llenos los cafés del Barrio Latino), se mete de voluntario contra su propio pronóstico desde el primer toque de corneta. Enviado al frente, en medio de esa carnicería mecanizada, comienza a desear la suerte de los caballos que mueren como seres humanos pero sin frases rimbombantes. Después de haber recibido una herida y una medalla, pasa por diferentes hospitales donde los médicos espabilados lo persuaden de regresar lo más rápido posible “al ardiente cementerio del campo de batalla”. Enfermo, deja la armada y se va para una colonia africana donde se asquea de la bajeza humana y queda exhausto por el calor y la malaria tropical. Enseguida llega clandestinamente a los Estados Unidos, donde trabaja en una fábrica de Ford y encuentra compañía fiel en la persona de una prostituta (donde encontramos las páginas más tiernas del libro). De regreso en Francia, se convierte en doctor de los pobres y herido en su alma, empieza a vagar en la noche de la vida entre los enfermos y los sanos igualmente lamentables, depravados e infelices.

Céline no se propone de ninguna manera hacer un memorial de agravios de las condiciones sociales en Francia. Es verdad que en el pasaje él no trata con consideración ni el clero, ni los generales, ni los ministros, ni siquiera el Presidente de la República. Sin embargo, su relato tiene lugar mucho más abajo de esas clases dirigentes, entre la gente humilde, los funcionarios, estudiantes, comerciantes, artesanos y porteros;  además, él se transporta en dos ocasiones por fuera de las fronteras francesas.  Él constata que la estructura social actual es tan mala como cualquiera otra pasada o futura. En su conjunto, Céline está descontento de las gentes y de sus acciones.

La novela está pensada y realizada como un panorama de lo absurdo de la vida, de sus crueldades, de sus golpes, de sus mentiras, sin salida ni tampoco un rayo de esperanza. Un suboficial atormentando los soldados antes de sucumbir con ellos; una rentista estadounidense que pasea su futilidad por los hoteles de Europa, unos funcionarios coloniales franceses embrutecidos por su codicia; Nueva York y su indiferencia automática vis a vis de unos individuos sin dólares, su arte de desangrar los hombres hasta su última gota; de nuevo París, el pequeño mundo mezquino deseoso de eruditos; la muerte lenta, humilde y resignada de un niñito de siete años; la tortura de una chiquilla; pequeños rentistas virtuosos que por economía, matan a su madre; un sacerdote de París y otro del rincón más profundo de África preparados, uno como el otro, a vender a su prójimo por cualquier puñado de centavos (uno aliado a los rentistas civilizados, el otro a los caníbales)… de capítulo en capítulo, de página en página, los fragmentos de la vida se ensamblan en una absurdez sucia, sangrante y pesadillesca. Una vista pasiva del mundo con una sensibilidad a flor de piel, sin aspiraciones hacia el futuro. Este es el fundamento psicológico del desespero, un desespero sincero que se debate dentro de su propio cinismo.

Céline es un moralista. En auxilio de los procesos artísticos, contamina paso a paso todo aquello que, habitualmente, goza de la más alta consideración: los valores sociales bien establecidos, desde el patriotismo hasta las relaciones personales y el amor. ¿La patria está en peligro? “la puerta no es tan grande cuando se quema la casa del propietario… de todas formas, tocará pagar”. No necesitamos de criterios históricos. La guerra de Dantón no es más noble que la de Poincaré: en los dos casos, “la deuda del patriotismo” ha sido pagada con sangre. El amor está envenenado por el interés y la vanidad. Todos los aspectos del idealismo no son sino “unos instintos mezquinos revestidos de grandes palabras”. Hasta la imagen de la madre no tiene su gracia: cuando ésta se encuentra con el hijo herido, ella “lloraba como una perra a quien le habían entregado sus cachorros, pero ella no era menos que una perra, porque había creído en las palabras que le habían dicho los que le habían quitado a su hijo”.  

El estilo de Céline es subordinado a su percepción del mundo. A través de ese estilo rápido que pareciese descuidado, incorrecto, apasionantemente vivo, brota y palpita la riqueza real de la cultura francesa, la experiencia afectiva e intelectual de una nación grande en toda su riqueza y sus más finos matices. Al mismo tiempo, Céline escribe como si él fuera el primero en batirse en duelo con el lenguaje. Este artista sacude de arriba a abajo el vocabulario de la literatura francesa. Como la bola en el aire, caen los giros lingüísticos utilizados. Por el contrario, las palabras proscritas por la estética académica o la moral se revelan irremplazables para expresar la vida en su tosquedad y bajeza. Los términos eróticos no sirven sino para marchitar el erotismo; Céline los utiliza de la misma manera que las palabras que designan las funciones fisiológicas no reconocidas por el arte.

Desde la primera página de la novela, el lector se encuentra de improvisto con el nombre de Poincaré: el Presidente de la República (como nos hace saber un número reciente de Temps) fue, una mañana, a inaugurar una exposición de cachorritos. Este detalle no es inventado. El último número de Temps recibido en Prinkipio me muestra esta noticia: “el señor Albert Lebrun,  Presidente de la República, acompañado del coronel Rupied, de su estado mayor, ha visitado esta mañana la exposición canina”.  Claro, ésa es una de las funciones de un presidente de la República y no hay nada que decir al respecto. Para Céline, este malvado articulito no tiene por fin, manifiestamente, glorificar el jefe de Estado. En general puede ser difícil para un frenólogo un átomo de respeto en la obra de este novel autor.

No obstante, el expresidente Poincaré, el más prosaico, seco y el más insensible de todos los hombres de Estado de la República, se encuentra siendo su político más autoritario. Desde su enfermedad, él se convirtió en sagrado. Desde la derecha a los radicales, nadie es capaz de citar su nombre sin agregar algunas palabras de reconocimiento patético. Sin lugar a dudas, Poincaré es un producto puro de la burguesía, tal como la nación francesa es la más burguesa de las naciones, orgullosa de su carácter burgués, fuente, según ella, de su rol providencial frente al resto de la humanidad. Bajo apariencias refinadas, la arrogancia de la burguesía francesa es como un sedimento patentado a través de los siglos. Los hombres de antes (aquellos que tenían una gran misión histórica) heredaron a sus descendientes una rica colección de ornamentos que sirven para disfrazar el conservatismo más pertinaz. Toda la vida política y cultural de Francia tiene lugar en los vestidos del pasado. Como dentro de los países que viven con una economía cerrada, los valores ficticios tienen, en la vida francesa, un camino forzoso. Las formulas del mesianismo emancipador, indiferentes desde hace un buen tiempo de la realidad, conservan una cota elevada. Pero si el rojo y el polvo del arroz sobre un rostro pueden ser considerados como hipocresía, una máscara no es más una falsificación: es simplemente un arma. La máscara existe independientemente del cuerpo en el que los gestos y la voz son sumisos.



Poincaré es prácticamente un símbolo social. Su alta representatividad constituye una personalidad. Él no tiene más que eso. Tanto en sus poemas de juventud (porque fue joven alguna vez), como en sus memorias de vejete, no es posible encontrarle una sola nota personal. Su verdadera muralla moral, la fuente de su énfasis helado, son los intereses de la burguesía. Los valores convencionales de la política francesa han penetrado su carne y su sangre. “Yo soy burgués y nada de lo burgués me es extraño”. La máscara política se adhiere a su rostro. La hipocresía toma un carácter absoluto y se convierte en una especie de sinceridad.

El gobierno francés está prendado de la paz afirma Poincaré, quien es incapaz de pensar que su adversario pueda tener segundas intenciones. “Magnifica confianza de un pueblo que viste a los otros de sus propias virtudes”. Esto no es más hipocresía, ni una falsificación subjetiva, sino el elemento obligatorio de un ritual, como la garantía de sentimientos abnegados en lo bajo de una carta pérfida. El escritor alemán Emil Ludwig, en los tiempos de la ocupación de Ruhr, preguntaba a Poincaré: “¿Piensa usted que nosotros no queremos o no podemos pagar?” Poincaré respondió “nadie paga voluntariamente”. En julio de 1931, Bruning por telegrama solicitó ayuda a Poincaré y recibió como respuesta “sepa sufrir”. El incorruptible notario de la burguesía no conoce la piedad.

Pero si el egoísmo individual, más allá de un cierto límite comienza a devorarse él mismo, también lo hace por el egoísmo de la clase conservadora. Poincaré quería crucificar Alemania con el fin de liberar a Francia, de una vez por todas, de toda preocupación. Sin embargo,  las tendencias chovinistas suscitadas por el Tratado de Versalles (criminalmente suave a los ojos de Poincaré) se cristalizaron, en Alemania, bajo la siniestra figura de Hitler. Sin la ocupación de Ruhr, los nazis no hubiesen llegado fácilmente al poder, ni Hitler en el poder hubiese abierto la perspectiva de nuevos combates.

La ideología nacional francesa está construida bajo el culto de la claridad, es decir, de la lógica. Pero no esa lógica decididamente efectiva del siglo XVIII que asombró al mundo. Es la lógica avara, prudente, lista a cualquier compromiso de la III República. Con la misma altivez condescendiente según la cual los viejos maestros explican los procesos de su trabajo, Poincaré en sus memorias habla de “esas difíciles operaciones del espíritu: la decisión, la clasificación, la coordinación”. Operaciones incontestablemente difíciles. De todas formas, Poincaré no las efectúa en el espacio de tres dimensiones del proceso histórico, sino en el espacio a dos direcciones de los documentos. La verdad, para él, no es sino el resultado del procedimiento judicial, una “razonable” interpretación de los tratados y las leyes. El racionalismo conservador que dirige Francia es tributario de Descartes, un poco como la escolástica medieval lo es de Aristóteles.  

La glorificación del “sentido de la mesura” devino en el sentido de la “pequeña” mesura; el pensamiento tiende a romperse en mosaico. ¡Con qué amorosa minucia Poincaré no describe los mínimos aspectos de la labor gubernamental! Habiendo recibido del rey de Dinamarca la Orden del Elefante blanco, él lo describe como si se tratara de una miniatura preciosa: dimensiones, forma, dibujo y color de esa ridícula baratija, nada es olvidado en sus memorias. Con todos los detalles de un proceso verbal de policía, Poincaré se describe en un concurso hípico en compañía de una pareja real británica. El público, “dirigido hacia las tribunas, olvida las apuestas, desatiende los caballos y mira de reojo con insistencia“. ¡Desatender los caballos en favor del rey y del presidente debe caracterizar la intensidad del patriotismo!

El estilo literario de Poincaré no tiene vida, como la sepultura más vieja de los faraones. Las palabras le sirven ya sea para determinar la cifra de las reparaciones o para componer una ornamentación retórica. Él compara su estadía en el Palacio del Eliseo con la reclusión de Silvio Pellico en las prisiones de la monarquía austriaca. “En esos salones de banalidad dorada, nada habla a mi imaginación”. Pero esa banalidad dorada es el estilo oficial de la III República. En cuanto a la imaginación de Poincaré, es una sublimación de ese estilo. Sus artículos y sus discursos hacen pensar en un esqueleto de alambre de espinas, cubierto de flores de papel y escama dorada.

Mientras la guerra amenazaba, Poincaré volvía por mar de San Petersburgo a Francia; no le faltó la ocasión en esa crónica inquieta de su viaje, de pintar la siguiente estampa: “el mar azul, casi desierto, indiferente a los conflictos humanos”. Él escribía exactamente de la misma manera, palabra por palabra, como en sus exámenes de cuando terminaba sus estudios en el liceo. Cuando Poincaré habla de sus preocupaciones patrióticas, él cuenta el paisaje, todas las variedades de flores que ornamentan la villa de su retiro: ¡entre un telegrama cifrado, una entrevista telefónica y un catálogo de florista! O más aún, en los momentos más críticos aparece un gato siamés, símbolo de la intimidad familiar. Es imposible leer sin sentirse sofocado por ese proceso verbal autobiográfico. No hay personajes vivos, no hay sentimientos humanos, sino un mar “indiferente”, unos plátanos, unos olmos, unos jacintos, unas palomas y un obsesionante olor a gato siamés.



La vida tiene dos caras, una ostensible y oficial dada para toda la vida y otra secreta, que es la más importante. Ese desdoblamiento es sensible tanto a las relaciones privadas como a las sociales en la familia, en el colegio, en la sala del Palacio de Justicia, en el Parlamento, en la diplomacia.  Lo encontramos en el desarrollo contradictorio de la sociedad humana y naturalmente de todas las naciones y pueblos civilizados. Las formas propias a ese desdoblamiento, las pantallas y las máscaras que se usan están teñidas de vivos colores nacionales. En los países anglosajones, el elemento principal de ese sistema de dualidad moral es la religión. Francia se priva oficialmente de ese recurso importante. Entonces mientras la francmasonería británica es incapaz de concebir un universo sin Dios, un parlamento sin rey y una propiedad sin propietario, los masones franceses tacharon “el Gran Arquitecto del Universo” de sus estatus. En los asuntos políticos y en las intrigas, las mentiras son más eficaces cuando son más grandes: faltar a los intereses terrestres en favor de una problemática celestial, es haber ido al encuentro de la lucidez latina. Sin embargo, los políticos, tal como Arquímedes, han necesitado de un punto de apoyo: ha tocado remplazar la voluntad del “Gran Arquitecto” por valores de origen distinto. El primero fue Francia.

En ningún lado hablamos tan fácilmente de la “religión del patriotismo” que en esa república laica. Todos los atributos de los cuales, la imaginación humana gratifica al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, los burgueses franceses los transfieren a su propia nación. Y como Francia es de género femenino, ella reviste de un solo golpe los rasgos de la Virgen María. El político aparece como un sacerdote laico de una divinidad secularizada. La liturgia del patriotismo desarrollada con la última perfección, constituye un capítulo indispensable del ritual político. Es de palabras y giros que, en el Parlamento, se provocan automáticamente los aplausos, tal como las palabras litúrgicas para los creyentes: apelando a la genuflexión y a las lágrimas.

Sin embargo hay una diferencia: el dominio de la auténtica religión tiene su propia existencia y es distinto de aquel de las prácticas cotidianas. Gracias a una delimitación estricta de las competencias, su encuentro es tan poco probable como una colisión entre un carro y un avión. Al contrario, la religión laica del patriotismo se enfrenta directamente a la política del día a día. Los apetitos privados y los intereses de la clase se oponen, a cada paso, al patriotismo puro. Por suerte, los adversarios están bien educados y más aún, están realmente unidos a una garantía común que los hace apartar la vista cada vez que hay un caso espinoso. La mayoría gubernamental y la oposición responsable respetan voluntariamente las reglas del juego político. La principal se enuncia así: tal como el movimiento de los cuerpos está sumiso a las leyes de la gravedad, la acción de los políticos está sumisa al amor a la patria.

Sin embargo, el sol del patriotismo tiene también sus manchas. Un exceso de indulgencia reciproca engendra un sentimiento de impunidad y abole las fronteras entre lo loable  y lo reprensible. Entonces se acumulan los gases mefíticos que de un momento a otro explotan y envenenan la atmosfera política. El crac de la Unión General, Panamá, el Affaire Dreyfus, el Affaire Rochette, el Crac Oustic constituyen unas etapas memorables de la III República. Clemenceau se encontró salpicado por el Crac de Panamá. Poincaré, personalmente, supo siempre estar al margen, pero su política se servía de las mismas fuentes. No sin razón, él declaraba tener por maestro de la moral a Marco Aurelio cuyas virtudes estoicas no se acomodaban mal a la moralidad del Imperio Romano en decadencia.
“Durante los seis primeros meses de 1914, se queja Poincaré en sus memorias, yo tuve, delante de los ojos, un sórdido espectáculo de intrigas parlamentarias y escándalos financieros”.  Pero la guerra, es evidente, barrió de un solo golpe las codicias privadas. “La Unión Sagrada” purificó los corazones. Eso significa que las intrigas y los timos desaparecieron entre los entresijos patrióticos para tomar una amplitud nunca esperada. Además el resultado de la guerra en el frente, se volvió problemático y además, según Céline, la defensa se pudría. La imagen de París durante la guerra está trazada, en su novela, con un trato despiadado.  De la política no hay mucho, pero sí del mantillo viviente del que se ella se alimenta.

Que se tratase de escándalos judiciales, financieros o parlamentarios, su carácter orgánico en Francia, salta a la vista. De la tenacidad, de la parsimonia del campesino y el artesano, de la prudencia del comerciante y del industrial, de la codicia ciega del rentista, de la cortesía del parlamentario, del chovinismo de la prensa, de los innombrables hilos llevados a nudos que siempre tuvieron un nombre genérico: Panamá.  Dentro de los entrelazos de sus relaciones, unos servicios, unas mediaciones, unos sobornos camuflados, hay miles de formas intermediarias entre el civismo y el negocio turbio. Tan pronto como un caso doloroso mermaba el irreprochable tegumento de la anatomía política (sea cual sea el lugar y el momento), parecía necesario de dar rienda suelta a una investigación parlamentaria o judicial. Pero entonces surgía una dificultad: ¿por dónde comenzar y por dónde terminar?    

Simplemente porque Oustric cayó en bancarrota de manera inoportuna, descubrimos que este argonauta, hijo de pequeños garroteros, manejaba a algunos deputados, periodistas, antiguos ministros y embajadores, los cuales le servían como mandaderos, bajo sus nombres o bajo algún testaferro. También que los papeles favorables al banquero atravesaban los ministerios a la velocidad de la luz, mientras que los papeles que lo podían dañar se demoraban en el camino hasta que se volvían inofensivos. Gracias a los recursos de su imaginación, a sus relaciones mundanas, a la complicidad de los periódicos, ese mago de las finanzas hizo fortunas y tuvo en su mano el destino de miles de personas, comprando (que palabra tan grosera, pero intolerantemente cierta), recompensando, manteniendo, estimulando y fomentando la prensa, los funcionarios y los parlamentarios. Y casi siempre bajo una forma imperceptible. Y entre más se desarrollaban los trabajos de la comisión investigadora, más se volvía evidente que la instrucción no tenía final.  Ahí donde esperábamos encontrar delitos, no aparecían sino relaciones anodinas entre la política y las finanzas. Ahí donde buscábamos el foco de la infección, no había sino tejido sano.

En calidad de abogado, X… defendía los intereses de las empresas de Oustric; en calidad de periodista, él preconizaba el sistema aduanero, el cual coincidía con los intereses de Oustric; en calidad de representante del pueblo, él se especializaba en el examen de las tarifas aduaneras. ¿Y en calidad de ministro?...La comisión se ocupó sin fin de la cuestión de saber si X…, como ministro, continuaba recibiendo sus honorarios de abogado o si en el intervalo de dos crisis ministeriales, su consciencia seguía siendo de cristal. ¡Qué pedantería moral dentro de la hipocresía! Raoul Péret, expresidente de la Cámara de Deputados, candidato a la presidencia de la República, se reveló era candidato de criminales de derecho común. Y sin embargo, en su profunda corrección, procedía “como todos los otros”, posiblemente con un poco menos de prudencia y en todos los casos con un poco menos de suerte. “¡El telón!” gritan los patriotas, sorprendidos. El telón ha bajado. De nuevo se establece el culto de la virtud y la palabra “honor” provoca una salva de aplausos en los asientos del Palais-Bourbon.

Sobre el fondo del “inmutable espectáculo de las intrigas parlamentarias y de los escándalos financieros”, tal como decía Poincaré, la novela de Céline reviste un doble significado. No es por azar que la prensa bien pensante que en su tiempo se indignaba de la publicidad dada al caso Oustric, acusó inmediatamente a Céline de difamar a la “nación”. La comisión parlamentaria había llevado su investigación con un lenguaje cortés de iniciados, en el cual no se descartaban acusados ni acusadores (la línea de división de las aguas entre ellos no estaba todavía muy clara). Céline es libre de toda convención. Él rechaza brutalmente los colores vanos de la paleta patriótica. Él tiene sus propios colores que ha arrancado de la vida, en virtud de los derechos del artista. Es verdad que no tenía contacto con la vida desde la clase parlamentaria, ni desde de las altas esferas gubernamentales, sino desde sus más comunes manifestaciones. Su tarea no era por ello más fácil. Él desnuda las raíces. Levanta los velos superficiales de la decencia, él deja en evidencia el barro y la sangre. En su panorama siniestro, el asesinato por un triste beneficio pierde su carácter excepcional: él es tan inseparable de la mecánica cotidiana de la vida transformada por el provecho y la codicia, como el caso Oustric lo es de la mecánica más elevada de las finanzas modernas. Céline muestra lo que es. Es por ello que él parece un revolucionario. Pero Céline no lo es ni lo quiere ser. Él no apunta al fin, para él quimérico, de reconstruir una sociedad. Él quiere solamente arrancar el prestigio que rodea todo aquello que lo asusta y lo atormenta. Para curar su consciencia delante de las angustias de la vida, este médico de pobres necesitó de nuevas reglas estilísticas. Él se reveló como un revolucionario de la novela. Y tal es en general la condición del movimiento del arte: un choque de tendencias contradictorias.




No solamente se desgastan los partidos en el poder, sino también las escuelas artísticas. Los procesos de la creación se agotan y cesan de herir los sentimientos del hombre: el signo más certero que la escuela está lista para el cementerio de las posibilidades agotadas, es decir para la Academia. La creación viva no puede ir desde atrás sin desviarse de la tradición oficial, de las ideas y sentimientos canonizados, de las imágenes y giros untados de la laca de la costumbre. Cada nueva orientación busca una conexión más directa y más sincera entre las palabras y las percepciones. La lucha contra la simulación dentro del arte se transforma siempre, más o menos en una lucha contra la mentira de las relaciones sociales, ya que es evidente que si el arte pierde el sentido de la hipocresía social, caería inevitablemente en la preciosidad.

Entre más rica y compleja es una tradición cultural nacional, más brutal es la ruptura. La fuerza de Céline reside en el hecho que con una tensión extrema, rechaza todos los cánones, transgrede todas las convenciones y no contento con desvestir la vida, le arranca la piel. De ahí la acusación de difamación. Pero precisamente negando violentamente la tradición nacional, Céline es profundamente nacional. Como los antimilitaristas de la preguerra que eran los patriotas más desesperados, Céline, francés hasta la médula, retrocede delante de las máscaras oficiales de la III República. El “celinismo” es un antipoincarismo moral y artístico. En ello reside su fuerza, pero también sus límites.  

Cuando Poincaré se compara a Silvio Pellico, esa fría combinación de fatuidad y mal gusto es estremecedora. Pero el verdadero Pellico, no aquel de Poincaré encerrado en un palacio en calidad de Jefe de Estado, sino aquel que tiraron al calabozo de Santa Margarita y Spielberg por su calidad de patriota, ¿no nos hace descubrir otro aspecto, más elevado, de la naturaleza humana? Dejando de lado a ese italiano católico y practicante (más bien víctima que combatiente), Céline hubiera podido recordarle al alto dignatario “prisionero del Palacio del Eliseo”, “a otro prisionero” que pasó cuarenta años dentro de las prisiones francesas antes de que los hijos y los nietos de sus carceleros le dieran su nombre a un boulevard parisino: Auguste Blanqui.

¿Eso no significa que en el hombre existe algo que le permite elevarse por encima de él mismo? Si Céline aparta la vista de la grandeza del alma y del heroísmo, de los grandes propósitos y esperanzas, de todo eso que hace salir al hombre de la noche profunda de su yo encerrado, es por haber visto servir, en los altares de falso altruismo, a tanto sacerdote generosamente pagado. Despiadado consigo mismo, el moralista se aparta de su propio reflejo en el espejo, rompe el vidrio y se corta la mano. Una lucha así agota y no termina en ninguna perspectiva. La desesperación lleva a la resignación, la reconciliación abre las puertas de la Academia. Y más de una vez, aquellos que minaban las convenciones literarias, terminaron su carrera bajo la Cúpula.

En la música del libro hay disonancias significativas. Rechazando no solamente lo real sino aquello que podría haberlo substituido, el artista sostiene un orden existente. En esa medida, queriéndolo o no, Céline es aliado de Poincaré. Pero desenmascarando la mentira, él sugiere la necesidad de un futuro más armonioso. Aunque Céline considere que nada bueno puede salir del hombre, la intensidad de su pesimismo comporta en sí su antídoto, el cual proviene de la realidad y la novela francesa. No tiene que enrojecerse de eso. El genio francés encontró en la novela una expresión sin igual. Hablando de Rabelais, también médico, una magnifica dinastía de maestros de la prosa épica se ramificó durante cuatro siglos desde la enorme risa de la alegría de vivir, hasta la desesperación y la desolación, desde el alba resplandeciente hasta el final de la noche. Céline no escribirá otro libro en el cual brille una aversión de la mentira y una desconfianza de la verdad. Esa disonancia debe resolverse. O el artista se adapta a las tinieblas o él verá la aurora.

Prinkipio, 10 de mayo de 1933. 

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