Louis-Ferdinand Céline ha entrado
en la gran literatura como otros penetran en su propia casa. Hombre maduro,
equipado de la vasta provisión de observaciones del médico y del artista, con
una soberana indiferencia desde el punto de vista del academicismo, con un
sentido excepcional de la vida y de la lengua; Céline ha escrito un libro que
seguirá vivo sin importar que llegase a escribir otros de ese mismo nivel. Viaje al final de la noche, novela del
pesimismo, fue dictada más por el pavor frente a la vida y por la lasitud que
ella ocasiona, que por rebelión; puesto que una rebelión activa está liada a la
esperanza y en el libro de Céline, eso no existe.
Un estudiante parisino,
descendiente de una familia humilde, razonador, antipatriota y semi-anarquista
(de esos de los cuales están llenos los cafés del Barrio Latino), se mete de
voluntario contra su propio pronóstico desde el primer toque de corneta.
Enviado al frente, en medio de esa carnicería mecanizada, comienza a desear la
suerte de los caballos que mueren como seres humanos pero sin frases
rimbombantes. Después de haber recibido una herida y una medalla, pasa por
diferentes hospitales donde los médicos espabilados lo persuaden de regresar lo
más rápido posible “al ardiente cementerio del campo de batalla”. Enfermo, deja
la armada y se va para una colonia africana donde se asquea de la bajeza humana
y queda exhausto por el calor y la malaria tropical. Enseguida llega
clandestinamente a los Estados Unidos, donde trabaja en una fábrica de Ford y
encuentra compañía fiel en la persona de una prostituta (donde encontramos las
páginas más tiernas del libro). De regreso en Francia, se convierte en doctor
de los pobres y herido en su alma, empieza a vagar en la noche de la vida entre
los enfermos y los sanos igualmente lamentables, depravados e infelices.
Céline no se propone de ninguna
manera hacer un memorial de agravios de las condiciones sociales en Francia. Es
verdad que en el pasaje él no trata con consideración ni el clero, ni los
generales, ni los ministros, ni siquiera el Presidente de la República. Sin
embargo, su relato tiene lugar mucho más abajo de esas clases dirigentes, entre
la gente humilde, los funcionarios, estudiantes, comerciantes, artesanos y
porteros; además, él se transporta en
dos ocasiones por fuera de las fronteras francesas. Él constata que la estructura social actual
es tan mala como cualquiera otra pasada o futura. En su conjunto, Céline está
descontento de las gentes y de sus acciones.
La novela está pensada y
realizada como un panorama de lo absurdo de la vida, de sus crueldades, de sus
golpes, de sus mentiras, sin salida ni tampoco un rayo de esperanza. Un
suboficial atormentando los soldados antes de sucumbir con ellos; una rentista
estadounidense que pasea su futilidad por los hoteles de Europa, unos
funcionarios coloniales franceses embrutecidos por su codicia; Nueva York y su
indiferencia automática vis a vis de unos individuos sin dólares, su arte de
desangrar los hombres hasta su última gota; de nuevo París, el pequeño mundo
mezquino deseoso de eruditos; la muerte lenta, humilde y resignada de un niñito
de siete años; la tortura de una chiquilla; pequeños rentistas virtuosos que
por economía, matan a su madre; un sacerdote de París y otro del rincón más
profundo de África preparados, uno como el otro, a vender a su prójimo por cualquier
puñado de centavos (uno aliado a los rentistas civilizados, el otro a los
caníbales)… de capítulo en capítulo, de página en página, los fragmentos de la
vida se ensamblan en una absurdez sucia, sangrante y pesadillesca. Una vista
pasiva del mundo con una sensibilidad a flor de piel, sin aspiraciones hacia el
futuro. Este es el fundamento psicológico del desespero, un desespero sincero
que se debate dentro de su propio cinismo.
Céline es un moralista. En
auxilio de los procesos artísticos, contamina paso a paso todo aquello que,
habitualmente, goza de la más alta consideración: los valores sociales bien
establecidos, desde el patriotismo hasta las relaciones personales y el amor.
¿La patria está en peligro? “la puerta no es tan grande cuando se quema la casa
del propietario… de todas formas, tocará pagar”. No necesitamos de criterios
históricos. La guerra de Dantón no es más noble que la de Poincaré: en los dos
casos, “la deuda del patriotismo” ha sido pagada con sangre. El amor está
envenenado por el interés y la vanidad. Todos los aspectos del idealismo no son
sino “unos instintos mezquinos revestidos de grandes palabras”. Hasta la imagen
de la madre no tiene su gracia: cuando ésta se encuentra con el hijo herido,
ella “lloraba como una perra a quien le habían entregado sus cachorros, pero
ella no era menos que una perra, porque había creído en las palabras que le
habían dicho los que le habían quitado a su hijo”.
El estilo de Céline es
subordinado a su percepción del mundo. A través de ese estilo rápido que
pareciese descuidado, incorrecto, apasionantemente vivo, brota y palpita la
riqueza real de la cultura francesa, la experiencia afectiva e intelectual de
una nación grande en toda su riqueza y sus más finos matices. Al mismo tiempo,
Céline escribe como si él fuera el primero en batirse en duelo con el lenguaje.
Este artista sacude de arriba a abajo el vocabulario de la literatura francesa.
Como la bola en el aire, caen los giros lingüísticos utilizados. Por el
contrario, las palabras proscritas por la estética académica o la moral se
revelan irremplazables para expresar la vida en su tosquedad y bajeza. Los
términos eróticos no sirven sino para marchitar el erotismo; Céline los utiliza
de la misma manera que las palabras que designan las funciones fisiológicas no
reconocidas por el arte.
Desde la primera página de la
novela, el lector se encuentra de improvisto con el nombre de Poincaré: el
Presidente de la República (como nos hace saber un número reciente de Temps) fue, una mañana, a inaugurar una
exposición de cachorritos. Este detalle no es inventado. El último número de Temps recibido en Prinkipio me muestra
esta noticia: “el señor Albert Lebrun,
Presidente de la República, acompañado del coronel Rupied, de su estado
mayor, ha visitado esta mañana la exposición canina”. Claro, ésa es una de las funciones de un presidente
de la República y no hay nada que decir al respecto. Para Céline, este malvado
articulito no tiene por fin, manifiestamente, glorificar el jefe de Estado. En
general puede ser difícil para un frenólogo un átomo de respeto en la obra de
este novel autor.
No obstante, el expresidente
Poincaré, el más prosaico, seco y el más insensible de todos los hombres de
Estado de la República, se encuentra siendo su político más autoritario. Desde
su enfermedad, él se convirtió en sagrado. Desde la derecha a los radicales,
nadie es capaz de citar su nombre sin agregar algunas palabras de
reconocimiento patético. Sin lugar a dudas, Poincaré es un producto puro de la
burguesía, tal como la nación francesa es la más burguesa de las naciones,
orgullosa de su carácter burgués, fuente, según ella, de su rol providencial
frente al resto de la humanidad. Bajo apariencias refinadas, la arrogancia de
la burguesía francesa es como un sedimento patentado a través de los siglos.
Los hombres de antes (aquellos que tenían una gran misión histórica) heredaron
a sus descendientes una rica colección de ornamentos que sirven para disfrazar
el conservatismo más pertinaz. Toda la vida política y cultural de Francia
tiene lugar en los vestidos del pasado. Como dentro de los países que viven con
una economía cerrada, los valores ficticios tienen, en la vida francesa, un
camino forzoso. Las formulas del mesianismo emancipador, indiferentes desde
hace un buen tiempo de la realidad, conservan una cota elevada. Pero si el rojo
y el polvo del arroz sobre un rostro pueden ser considerados como hipocresía,
una máscara no es más una falsificación: es simplemente un arma. La máscara
existe independientemente del cuerpo en el que los gestos y la voz son sumisos.
Poincaré es prácticamente un
símbolo social. Su alta representatividad constituye una personalidad. Él no
tiene más que eso. Tanto en sus poemas de juventud (porque fue joven alguna
vez), como en sus memorias de vejete, no es posible encontrarle una sola nota
personal. Su verdadera muralla moral, la fuente de su énfasis helado, son los
intereses de la burguesía. Los valores convencionales de la política francesa
han penetrado su carne y su sangre. “Yo soy burgués y nada de lo burgués me es
extraño”. La máscara política se adhiere a su rostro. La hipocresía toma un
carácter absoluto y se convierte en una especie de sinceridad.
El gobierno francés está prendado
de la paz afirma Poincaré, quien es incapaz de pensar que su adversario pueda
tener segundas intenciones. “Magnifica confianza de un pueblo que viste a los
otros de sus propias virtudes”. Esto no es más hipocresía, ni una falsificación
subjetiva, sino el elemento obligatorio de un ritual, como la garantía de sentimientos
abnegados en lo bajo de una carta pérfida. El escritor alemán Emil Ludwig, en
los tiempos de la ocupación de Ruhr, preguntaba a Poincaré: “¿Piensa usted que
nosotros no queremos o no podemos pagar?” Poincaré respondió “nadie paga voluntariamente”.
En julio de 1931, Bruning por telegrama solicitó ayuda a Poincaré y recibió
como respuesta “sepa sufrir”. El incorruptible notario de la burguesía no
conoce la piedad.
Pero si el egoísmo individual,
más allá de un cierto límite comienza a devorarse él mismo, también lo hace por
el egoísmo de la clase conservadora. Poincaré quería crucificar Alemania con el
fin de liberar a Francia, de una vez por todas, de toda preocupación. Sin
embargo, las tendencias chovinistas
suscitadas por el Tratado de Versalles (criminalmente suave a los ojos de
Poincaré) se cristalizaron, en Alemania, bajo la siniestra figura de Hitler.
Sin la ocupación de Ruhr, los nazis no hubiesen llegado fácilmente al poder, ni
Hitler en el poder hubiese abierto la perspectiva de nuevos combates.
La ideología nacional francesa
está construida bajo el culto de la claridad, es decir, de la lógica. Pero no
esa lógica decididamente efectiva del siglo XVIII que asombró al mundo. Es la
lógica avara, prudente, lista a cualquier compromiso de la III República. Con
la misma altivez condescendiente según la cual los viejos maestros explican los
procesos de su trabajo, Poincaré en sus memorias habla de “esas difíciles
operaciones del espíritu: la decisión, la clasificación, la coordinación”. Operaciones
incontestablemente difíciles. De todas formas, Poincaré no las efectúa en el
espacio de tres dimensiones del proceso histórico, sino en el espacio a dos
direcciones de los documentos. La verdad, para él, no es sino el resultado del
procedimiento judicial, una “razonable” interpretación de los tratados y las
leyes. El racionalismo conservador que dirige Francia es tributario de
Descartes, un poco como la escolástica medieval lo es de Aristóteles.
La glorificación del “sentido de
la mesura” devino en el sentido de la “pequeña” mesura; el pensamiento tiende a
romperse en mosaico. ¡Con qué amorosa minucia Poincaré no describe los mínimos
aspectos de la labor gubernamental! Habiendo recibido del rey de Dinamarca la
Orden del Elefante blanco, él lo describe como si se tratara de una miniatura
preciosa: dimensiones, forma, dibujo y color de esa ridícula baratija, nada es
olvidado en sus memorias. Con todos los detalles de un proceso verbal de
policía, Poincaré se describe en un concurso hípico en compañía de una pareja
real británica. El público, “dirigido hacia las tribunas, olvida las apuestas,
desatiende los caballos y mira de reojo con insistencia“. ¡Desatender los
caballos en favor del rey y del presidente debe caracterizar la intensidad del
patriotismo!
El estilo literario de Poincaré
no tiene vida, como la sepultura más vieja de los faraones. Las palabras le
sirven ya sea para determinar la cifra de las reparaciones o para componer una
ornamentación retórica. Él compara su estadía en el Palacio del Eliseo con la
reclusión de Silvio Pellico en las prisiones de la monarquía austriaca. “En
esos salones de banalidad dorada, nada habla a mi imaginación”. Pero esa
banalidad dorada es el estilo oficial de la III República. En cuanto a la
imaginación de Poincaré, es una sublimación de ese estilo. Sus artículos y sus
discursos hacen pensar en un esqueleto de alambre de espinas, cubierto de
flores de papel y escama dorada.
Mientras la guerra amenazaba,
Poincaré volvía por mar de San Petersburgo a Francia; no le faltó la ocasión en
esa crónica inquieta de su viaje, de pintar la siguiente estampa: “el mar azul,
casi desierto, indiferente a los conflictos humanos”. Él escribía exactamente
de la misma manera, palabra por palabra, como en sus exámenes de cuando
terminaba sus estudios en el liceo. Cuando Poincaré habla de sus preocupaciones
patrióticas, él cuenta el paisaje, todas las variedades de flores que
ornamentan la villa de su retiro: ¡entre un telegrama cifrado, una entrevista
telefónica y un catálogo de florista! O más aún, en los momentos más críticos
aparece un gato siamés, símbolo de la intimidad familiar. Es imposible leer sin
sentirse sofocado por ese proceso verbal autobiográfico. No hay personajes
vivos, no hay sentimientos humanos, sino un mar “indiferente”, unos plátanos,
unos olmos, unos jacintos, unas palomas y un obsesionante olor a gato siamés.
La vida tiene dos caras, una
ostensible y oficial dada para toda la vida y otra secreta, que es la más importante.
Ese desdoblamiento es sensible tanto a las relaciones privadas como a las
sociales en la familia, en el colegio, en la sala del Palacio de Justicia, en
el Parlamento, en la diplomacia. Lo
encontramos en el desarrollo contradictorio de la sociedad humana y
naturalmente de todas las naciones y pueblos civilizados. Las formas propias a
ese desdoblamiento, las pantallas y las máscaras que se usan están teñidas de
vivos colores nacionales. En los países anglosajones, el elemento principal de
ese sistema de dualidad moral es la religión. Francia se priva oficialmente de
ese recurso importante. Entonces mientras la francmasonería británica es
incapaz de concebir un universo sin Dios, un parlamento sin rey y una propiedad
sin propietario, los masones franceses tacharon “el Gran Arquitecto del
Universo” de sus estatus. En los asuntos políticos y en las intrigas, las
mentiras son más eficaces cuando son más grandes: faltar a los intereses
terrestres en favor de una problemática celestial, es haber ido al encuentro de
la lucidez latina. Sin embargo, los políticos, tal como Arquímedes, han
necesitado de un punto de apoyo: ha tocado remplazar la voluntad del “Gran
Arquitecto” por valores de origen distinto. El primero fue Francia.
En ningún lado hablamos tan fácilmente
de la “religión del patriotismo” que en esa república laica. Todos los
atributos de los cuales, la imaginación humana gratifica al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo, los burgueses franceses los transfieren a su propia nación. Y
como Francia es de género femenino, ella reviste de un solo golpe los rasgos de
la Virgen María. El político aparece como un sacerdote laico de una divinidad
secularizada. La liturgia del patriotismo desarrollada con la última
perfección, constituye un capítulo indispensable del ritual político. Es de
palabras y giros que, en el Parlamento, se provocan automáticamente los
aplausos, tal como las palabras litúrgicas para los creyentes: apelando a la
genuflexión y a las lágrimas.
Sin embargo hay una diferencia: el
dominio de la auténtica religión tiene su propia existencia y es distinto de
aquel de las prácticas cotidianas. Gracias a una delimitación estricta de las
competencias, su encuentro es tan poco probable como una colisión entre un
carro y un avión. Al contrario, la religión laica del patriotismo se enfrenta
directamente a la política del día a día. Los apetitos privados y los intereses
de la clase se oponen, a cada paso, al patriotismo puro. Por suerte, los
adversarios están bien educados y más aún, están realmente unidos a una
garantía común que los hace apartar la vista cada vez que hay un caso espinoso.
La mayoría gubernamental y la oposición responsable respetan voluntariamente
las reglas del juego político. La principal se enuncia así: tal como el
movimiento de los cuerpos está sumiso a las leyes de la gravedad, la acción de
los políticos está sumisa al amor a la patria.
Sin embargo, el sol del
patriotismo tiene también sus manchas. Un exceso de indulgencia reciproca
engendra un sentimiento de impunidad y abole las fronteras entre lo loable y lo reprensible. Entonces se acumulan los
gases mefíticos que de un momento a otro explotan y envenenan la atmosfera
política. El crac de la Unión General, Panamá, el Affaire Dreyfus, el Affaire Rochette,
el Crac Oustic constituyen unas etapas memorables de la III República.
Clemenceau se encontró salpicado por el Crac de Panamá. Poincaré,
personalmente, supo siempre estar al margen, pero su política se servía de las
mismas fuentes. No sin razón, él declaraba tener por maestro de la moral a
Marco Aurelio cuyas virtudes estoicas no se acomodaban mal a la moralidad del
Imperio Romano en decadencia.
“Durante los seis primeros meses
de 1914, se queja Poincaré en sus memorias, yo tuve, delante de los ojos, un
sórdido espectáculo de intrigas parlamentarias y escándalos financieros”. Pero la guerra, es evidente, barrió de un
solo golpe las codicias privadas. “La Unión Sagrada” purificó los corazones.
Eso significa que las intrigas y los timos desaparecieron entre los entresijos
patrióticos para tomar una amplitud nunca esperada. Además el resultado de la
guerra en el frente, se volvió problemático y además, según Céline, la defensa
se pudría. La imagen de París durante la guerra está trazada, en su novela, con
un trato despiadado. De la política no
hay mucho, pero sí del mantillo viviente del que se ella se alimenta.
Que se tratase de escándalos
judiciales, financieros o parlamentarios, su carácter orgánico en Francia,
salta a la vista. De la tenacidad, de la parsimonia del campesino y el
artesano, de la prudencia del comerciante y del industrial, de la codicia ciega
del rentista, de la cortesía del parlamentario, del chovinismo de la prensa, de
los innombrables hilos llevados a nudos que siempre tuvieron un nombre genérico:
Panamá. Dentro de los entrelazos de sus
relaciones, unos servicios, unas mediaciones, unos sobornos camuflados, hay
miles de formas intermediarias entre el civismo y el negocio turbio. Tan pronto
como un caso doloroso mermaba el irreprochable tegumento de la anatomía
política (sea cual sea el lugar y el momento), parecía necesario de dar rienda
suelta a una investigación parlamentaria o judicial. Pero entonces surgía una
dificultad: ¿por dónde comenzar y por dónde terminar?
Simplemente porque Oustric cayó
en bancarrota de manera inoportuna, descubrimos que este argonauta, hijo de
pequeños garroteros, manejaba a algunos deputados, periodistas, antiguos
ministros y embajadores, los cuales le servían como mandaderos, bajo sus
nombres o bajo algún testaferro. También que los papeles favorables al banquero
atravesaban los ministerios a la velocidad de la luz, mientras que los papeles
que lo podían dañar se demoraban en el camino hasta que se volvían inofensivos.
Gracias a los recursos de su imaginación, a sus relaciones mundanas, a la
complicidad de los periódicos, ese mago de las finanzas hizo fortunas y tuvo en
su mano el destino de miles de personas, comprando (que palabra tan grosera,
pero intolerantemente cierta), recompensando, manteniendo, estimulando y
fomentando la prensa, los funcionarios y los parlamentarios. Y casi siempre
bajo una forma imperceptible. Y entre más se desarrollaban los trabajos de la
comisión investigadora, más se volvía evidente que la instrucción no tenía
final. Ahí donde esperábamos encontrar
delitos, no aparecían sino relaciones anodinas entre la política y las
finanzas. Ahí donde buscábamos el foco de la infección, no había sino tejido
sano.
En calidad de abogado, X…
defendía los intereses de las empresas de Oustric; en calidad de periodista, él
preconizaba el sistema aduanero, el cual coincidía con los intereses de
Oustric; en calidad de representante del pueblo, él se especializaba en el
examen de las tarifas aduaneras. ¿Y en calidad de ministro?...La comisión se
ocupó sin fin de la cuestión de saber si X…, como ministro, continuaba
recibiendo sus honorarios de abogado o si en el intervalo de dos crisis
ministeriales, su consciencia seguía siendo de cristal. ¡Qué pedantería moral
dentro de la hipocresía! Raoul Péret, expresidente de la Cámara de Deputados,
candidato a la presidencia de la República, se reveló era candidato de
criminales de derecho común. Y sin embargo, en su profunda corrección, procedía
“como todos los otros”, posiblemente con un poco menos de prudencia y en todos
los casos con un poco menos de suerte. “¡El telón!” gritan los patriotas,
sorprendidos. El telón ha bajado. De nuevo se establece el culto de la virtud y
la palabra “honor” provoca una salva de aplausos en los asientos del
Palais-Bourbon.
Sobre el fondo del “inmutable espectáculo
de las intrigas parlamentarias y de los escándalos financieros”, tal como decía
Poincaré, la novela de Céline reviste un doble significado. No es por azar que
la prensa bien pensante que en su tiempo se indignaba de la publicidad dada al
caso Oustric, acusó inmediatamente a Céline de difamar a la “nación”. La
comisión parlamentaria había llevado su investigación con un lenguaje cortés de
iniciados, en el cual no se descartaban acusados ni acusadores (la línea de división
de las aguas entre ellos no estaba todavía muy clara). Céline es libre de toda
convención. Él rechaza brutalmente los colores vanos de la paleta patriótica.
Él tiene sus propios colores que ha arrancado de la vida, en virtud de los
derechos del artista. Es verdad que no tenía contacto con la vida desde la
clase parlamentaria, ni desde de las altas esferas gubernamentales, sino desde
sus más comunes manifestaciones. Su tarea no era por ello más fácil. Él desnuda
las raíces. Levanta los velos superficiales de la decencia, él deja en
evidencia el barro y la sangre. En su panorama siniestro, el asesinato por un triste
beneficio pierde su carácter excepcional: él es tan inseparable de la mecánica
cotidiana de la vida transformada por el provecho y la codicia, como el caso
Oustric lo es de la mecánica más elevada de las finanzas modernas. Céline
muestra lo que es. Es por ello que él parece un revolucionario. Pero Céline no
lo es ni lo quiere ser. Él no apunta al fin, para él quimérico, de reconstruir
una sociedad. Él quiere solamente arrancar el prestigio que rodea todo aquello
que lo asusta y lo atormenta. Para curar su consciencia delante de las
angustias de la vida, este médico de pobres necesitó de nuevas reglas estilísticas.
Él se reveló como un revolucionario de la novela. Y tal es en general la
condición del movimiento del arte: un choque de tendencias contradictorias.
No solamente se desgastan los
partidos en el poder, sino también las escuelas artísticas. Los procesos de la
creación se agotan y cesan de herir los sentimientos del hombre: el signo más certero
que la escuela está lista para el cementerio de las posibilidades agotadas, es
decir para la Academia. La creación viva no puede ir desde atrás sin desviarse
de la tradición oficial, de las ideas y sentimientos canonizados, de las imágenes
y giros untados de la laca de la costumbre. Cada nueva orientación busca una
conexión más directa y más sincera entre las palabras y las percepciones. La
lucha contra la simulación dentro del arte se transforma siempre, más o menos
en una lucha contra la mentira de las relaciones sociales, ya que es evidente
que si el arte pierde el sentido de la hipocresía social, caería
inevitablemente en la preciosidad.
Entre más rica y compleja es una
tradición cultural nacional, más brutal es la ruptura. La fuerza de Céline
reside en el hecho que con una tensión extrema, rechaza todos los cánones, transgrede
todas las convenciones y no contento con desvestir la vida, le arranca la piel.
De ahí la acusación de difamación. Pero precisamente negando violentamente la
tradición nacional, Céline es profundamente nacional. Como los antimilitaristas
de la preguerra que eran los patriotas más desesperados, Céline, francés hasta
la médula, retrocede delante de las máscaras oficiales de la III República. El “celinismo”
es un antipoincarismo moral y artístico. En ello reside su fuerza, pero también
sus límites.
Cuando Poincaré se compara a
Silvio Pellico, esa fría combinación de fatuidad y mal gusto es estremecedora.
Pero el verdadero Pellico, no aquel de Poincaré encerrado en un palacio en
calidad de Jefe de Estado, sino aquel que tiraron al calabozo de Santa
Margarita y Spielberg por su calidad de patriota, ¿no nos hace descubrir otro
aspecto, más elevado, de la naturaleza humana? Dejando de lado a ese italiano católico
y practicante (más bien víctima que combatiente), Céline hubiera podido
recordarle al alto dignatario “prisionero del Palacio del Eliseo”, “a otro prisionero”
que pasó cuarenta años dentro de las prisiones francesas antes de que los hijos
y los nietos de sus carceleros le dieran su nombre a un boulevard parisino:
Auguste Blanqui.
¿Eso no significa que en el
hombre existe algo que le permite elevarse por encima de él mismo? Si Céline
aparta la vista de la grandeza del alma y del heroísmo, de los grandes
propósitos y esperanzas, de todo eso que hace salir al hombre de la noche
profunda de su yo encerrado, es por haber visto servir, en los altares de falso
altruismo, a tanto sacerdote generosamente pagado. Despiadado consigo mismo, el
moralista se aparta de su propio reflejo en el espejo, rompe el vidrio y se
corta la mano. Una lucha así agota y no termina en ninguna perspectiva. La
desesperación lleva a la resignación, la reconciliación abre las puertas de la
Academia. Y más de una vez, aquellos que minaban las convenciones literarias,
terminaron su carrera bajo la Cúpula.
En la música del libro hay
disonancias significativas. Rechazando no solamente lo real sino aquello que
podría haberlo substituido, el artista sostiene un orden existente. En esa
medida, queriéndolo o no, Céline es aliado de Poincaré. Pero desenmascarando la
mentira, él sugiere la necesidad de un futuro más armonioso. Aunque Céline
considere que nada bueno puede salir del hombre, la intensidad de su pesimismo
comporta en sí su antídoto, el cual proviene de la realidad y la novela
francesa. No tiene que enrojecerse de eso. El genio francés encontró en la novela
una expresión sin igual. Hablando de Rabelais, también médico, una magnifica dinastía
de maestros de la prosa épica se ramificó durante cuatro siglos desde la enorme
risa de la alegría de vivir, hasta la desesperación y la desolación, desde el
alba resplandeciente hasta el final de la noche. Céline no escribirá otro libro
en el cual brille una aversión de la mentira y una desconfianza de la verdad.
Esa disonancia debe resolverse. O el artista se adapta a las tinieblas o él
verá la aurora.
Prinkipio, 10 de mayo de 1933.
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