martes, 1 de enero de 2013

El librero de los periodistas


Esta crónica que hoy comparto con ustedes la escribí el año pasado en un tiempo en que tenía algo de tiempo libre para salir a las calles a preguntarle a la gente por sus vidas. Al librero, sujeto de esta crónica, lo conozco desde hace ya casi dos años que llegué a Bogotá y empecé a hablar con él siempre que le compraba los libros. De tanto oírlo un día le dije si le interesaba que escribiera una crónica sobre él y me dijo alegremente que sí por lo que tuvimos una serie de conversaciones que me dieron los datos para escribir lo que leerán a continuación.

Como dato interesante, esta crónica la iba a publicar en una pequeña revista o mejor, medio digital, pero infortunadamente no se pudo dar, por lo que estuvo reposando en un archivo de word que hoy he decidido abrir después de varios meses para traerles el contenido y darles a conocer una de esas tantas personas que vemos en las calles de Bogotá sin conocer su historia.

La forma en que dividí la historia es algo atípica, pero bueno, ahí está el contenido de lo que hablamos.




Sobre las diez y media de la mañana de todos los días hábiles, don Oscar de J. Vargas llega al Parque de los Periodistas listo para trabajar. Viene de la bodega de libros donde tuvo que ir bien temprano, para obtener los ejemplares que pondrá a la venta hasta las cinco de la tarde.
1.
Su existencia inicia en la ciudad de la eterna primavera, donde los astros lo apadrinaron con el signo Aries por haber nacido en el mes de abril del año de 1950. Durante sus primeros diez años, creció en el seno de una clásica familia antioqueña cuyo pater era un arriero que se encargaba de transportar sal, arroz y otros productos por medio de quince mulas que transitaban por los caminos de Antioquia y otros lugares del país. Durante aquella época, también estudió en un colegio católico de la orden salesiana, donde conoció clásicos de la literatura como el conde de Montecristo, los miserables y la biblia, que lo acompañarían por el resto de sus días.

Aquel mundo inocente de su niñez, cambió estruendosamente el día en que le notificaron la muerte su padre, uno de los tantos días del año de 1960. Su familia entró en luto por el lamentable hecho y  el negocio de las mulas, que había estado en decadencia desde hacía varios años por la impetuosa competencia de las bodegas de trenes y buques de carga, también murió, dándole vida al mito de una época que no se volvería a ver. Por aquel entonces, Oscar tenía diez años y a diferencia de muchos hijos de políticos que son preparados desde chiquitos para seguir mamando de la teta pública, no tenía ningún futuro asegurado. Por tal razón, fiel al estilo terco de los paisas, decidió seguir a su espíritu aventurero —que pudo haber florecido de la lectura de novelas del siglo XIX o de algún gen peregrino que decidió componer su estructura molecular— yéndose de su casa, tomando un tren que lo llevaría en un viaje de veinticuatro horas a la ciudad de Bogotá.

Ya en la capital, Oscar llegó donde unos familiares que vivían en el tradicional barrio Egipto, conocido por su estruendosa celebración de los reyes magos y su olvidada ermita fundada en el siglo XVII. Su primer trabajo lo consiguió en el lugar donde llegaban los alimentos que abastecían los estantes capitalinos de aquel entonces: la plaza de mercado San José. Trabajó en aquel lugar durante más de diez años, con un horario laboral que iniciaba a las cinco de la mañana y finalizaba a las tres de la tarde, obteniendo como remuneración un peso, más el desayuno y el almuerzo del día. No obstante lo anterior, su destino no era el de trabajar en una plaza de mercado y por eso, las inexplicables fuerzas del azar enviaron a su amigo Luis Miguel Ramírez, con un ofrecimiento de ir a trabajar a Pereira, que lo llevó a realizar un viaje por carretera al eje cafetero (aprovechando que existían vías para llegar a esa ciudad).



A su llegada a Pereira, Oscar inició sin prolegómenos el trabajo para el cual había viajado tanto tiempo: llevar libros de la editorial Bedout a la capital de la república; que aunque podría parecer una labor poco romántica y sanchopancesca, le dejaba en cada viaje un margen de ganancias del 50%, que era mucho más de lo que ganaba en la plaza de mercado.

Varios recuerdos de aquella época, desfilan con ahínco en la memoria del ahora librero. Pero son sus ocurrencias gastronómicas en el centro de la capital las que se llevan todo el protagonismo. Cuando tenía que almorzar y contaba con poco dinero, como muchos libreros y rebuscadores, acudía a “caldo parado”, un pequeño mesón donde vendían una sopa que era capaz de quitar la borrachera más brava y el hambre más impetuosa, y que debía su nombre al hecho de que no existían mesas donde se sentaran los clientes. En los tiempos de buena liquidez, acudía al restaurante Madrid, donde por quince pesos podía pedir un “serrucho”, que constaba de arroz, papa frita, huevo frito, pollo frito y carne de res frita: un manjar que engordó a una generación de capitalinos.

Infortunadamente aquel mundo de viajes y gastronomía no duró para siempre y un día cualquiera de la nefasta década de los ochenta, luego de combatir por muchos años contra los exacerbados pasivos que aumentaban mes a mes, la empresa Bedout S.A. apagó sus maquinas y cerró sus puertas, concluyendo con la historia de una pequeña tipografía familiar iniciada en 1889 que llegó a ser una gigantesca empresa en el país. Oscar entró en el paro, en una situación que no conocía luego de haber estado trabajando sin descanso por más de una década. Ya no había imprentas creando libros en Pereira, ni ejemplares qué transportar.
Por eso, fiel a su aventurera herencia paisa, Oscar viajó al barrio San Victorino, cuya historia nos muestra que desde hace más de un siglo se ha caracterizado por ser un lugar donde no sólo se respira sino se vive el comercio. El desempleado librero se adentró en las profundas calles de aquel lugar, caminando entre honestos vendedores, ladrones y prostitutas que había en aquel lugar. Encontró luego de una larga travesía su lugar en una de las tantas casetas de compraventa de libros que existieron en la carrera 10 con Avenida Jiménez y luego de visitar una gran cantidad de casas y oficinas, consiguió el deposito que recolectaba los mejores libros botados y olvidados que personas tiraban como un producto de consumo rápido. Ahí estuvo un tiempo corto pero provechoso, hasta la segunda mitad de la década de los ochenta, cuando el alcalde Julio Cesar Sánchez ordenó demoler las casetas de libreros, como consecuencia de un plan de recuperación del centro que buscaba “mejorar las condiciones de vida de la población bogotana”.



Si bien históricamente las medidas tomadas por el alcalde Sánchez fueron una decisión acertada para la recuperación de aquella tierra de nadie en que se había convertido el centro de Bogotá, varios libreros entre los que estaba Oscar, tuvieron que convertir las calles en su lugar de trabajo, por cuanto el consorcio Centro Cultural del Libro —que se creó como solución a los desahuciados comerciantes de las casetas— exigía altos costos de estadía que no todo el mundo pudo pagar. A partir de ahí se expandió la figura del librero ambulante, que no sólo se asentó en San Victorino, sino se expandió hasta los barrios Kennedy, Fontibon, Venecia, las Ferias, entre muchos otros; permitiendo que varias esquinas bogotanas pudieran ser el lugar apropiado para conseguir la Iliada, la Odisea o los cuentos de Julio Ramón Ribeyro a quien las grandes librerías descatalogaron por ser un escritor que no pudo montarse en el fugaz tren del Boom Latinoamericano. Era una nueva época. La de las calles de las palabras.       
Intermedio

Curiosear libros usados, es una labor que pocos hacen, pero que trae algunas pequeñas curiosidades. Algunos tienen dentro de sus primeras hojas una dedicatoria como «Sandra eres genial. 11/05/60» y otros llevan frases subrayadas, en los cuales algún lector de otra época, acentuó sus impresiones sobre algún párrafo del libro. Este por ejemplo, es un fragmento subrayado del libro Rostoptchin el incendio de Moscú (1812) de Maurice de la Fuye, en una edición de Iberia-Joaquin Gil editor del año de 1942: “Cien personas que comen y beben como se requiere en un país donde las calorías solares se distribuyen durante diez meses con cuentagotas”. Quién sabe qué habría pensado el lector que pasó suavemente su lapicero debajo de las palabras impresas. En todo caso, esta curiosa labor también es un trabajo difícil de realizar.

Cada tercer día de la semana, Oscar acude aproximadamente a las seis de la mañana al depósito donde adquiere los “saldos” (grupos de 50, 100 y más libros, que son colocados en torre, para ser vendidos en grupo) que va a vender en el transcurso de los días. Aunque puede llegar a las siete, a las ocho y por tarde a las nueve, los mejores saldos son llevados con una rapidez alucinante. “El librero tiene que tener cultura general para saber qué saldo comprar” exclama Oscar, mientras observa cual grupo de textos vale la pena llevar.

La primera columna que mira tiene buenos libros. Están la ciudad y los perros, memorias de Adriano, la Ilíada, entre muchos otros que convierten el saldo en un apetecido objeto de compra, ya que los libros de autores latinoamericanos son muy escasos en este medio por la poca cantidad de ejemplares que llegan al país, principalmente a las grandes librerías y porque aquellos saldos están acompañados generalmente de libros malos que nadie compra. Por tal razón, luego de tener el primer visto bueno por el contenido, procede a tocar los libros de rugoso tacto, con el ánimo de conocer si están en buen estado o no y de esa forma decidir si lleva para la venta aquella pila de libros o le toca seguir caminando por el lugar en búsqueda de buen material para llevar.

Luego de transcurridos varios minutos en el lugar, el librero toma su decisión. Va a llevar el primer saldo observado. Lo convenció, no sólo los buenos ejemplares que tiene sino una dedicatoria escondida en uno de los tantos libros que dice: “este libro se terminó de imprimir en noviembre de 1994, pero a las librerías sólo llegó esta semana, y como que fue escrito especialmente para ti. lealo y cuéntame si te gusto. Y también si me lo recomiendas. Para ti con mucho cariño 22 de diciembre de 1994”. Posiblemente alguna otra persona le de el valor que en verdad merece aquel libro.    
2.

Sobre las diez y veinte de la mañana de todos los días hábiles, Oscar de J. Vargas, librero profesional y lector incansable de Alejandro Dumas, llega al Parque de los Periodistas con su pequeño carrito de delgados barrotes rojos y pequeñas llantas desgastadas. No ha llovido en todo el día, ni tampoco las nubes amenazan con enviar los torrentes de líquido sobre las cabezas de los transeúntes. Como consecuencia de lo anterior, su pequeño alfa romeo, que le sirve desde hace cuatro años, puede andar con total calma, sin miedo a que en algún charco o en alguna baldosa húmeda, sufra un accidente que obligue a su dueño a llevarlo alzado.

En otra época, éste era un espacio donde periodistas, poetas y literatos se reunían a intercambiar información y hablar sobre la vanguardia artística del momento. Hoy, es un lugar que sirve de corredor a estudiantes, oficinistas y mendigos, como también de sala de espera a quienes tienen que aguardar a que las manecillas del reloj avancen a un punto más avanzado. Oscar conoce el lugar, viene a trabajar desde hace cuatro años, cuando existía un mercado de las pulgas que fue reubicado por la administración local.

Luego de atravesar el parque, pensando en algún asunto pendiente, llega a su pequeña esquina donde desempaca con habilidad de prestidigitador, una tabla que mide más de un metro y tres cajas, que servirán como stand por el resto del día a obras como la ciudad y los perros, crimen y castigo y el viejo y el mar. Es cautivador ver como los libros salen de forma inexplicable de aquel pequeño carrito, en la mano de su vendedor, como un conejito que brota del sombrero del mago. Pero los transeúntes hacen caso omiso de este pequeño portento que les ofrece el día, ya que tienen muchas cosas que hacer, como llegar a su lugar de trabajo o a entregar algún texto en la universidad.



Todos los días no son buenos. En ocasiones, el librero tiene que luchar de manera quijotesca contra el tiempo capitalino, que gusta ser impredecible enviando en días soleados y despejados, diluvios inesperados que transforman las calles en pequeñas lagunitas que obligan a Oscar a sacar un pedazo grande de plástico para proteger las obras de papel que se fácilmente se dañan con el agua. Otros días tiene que enfrentarse a la grosería de algunos transeúntes que consideran que un libro con un valor por encima de quince mil pesos en su stand callejero, es una infamia de proporciones casi épicas (un libro de bolsillo barato en una de las grandes librerías de la ciudad, no se baja de veinticinco mil pesos).No obstante lo anterior, hoy tanto los clientes, como el clima se comportan de la mejor manera.

Un chico de camisa negra y chaqueta larga pasa por el lugar felicitándolo por su quijotesca labor. Posiblemente es un cliente habitual, aunque también puede que sea uno más de ese ínfimo porcentaje de personas que saludan a desconocidos sin razón aparente. Luego pasa una chica de veintitrés o veinticuatro años, de brillante pelo rizado negro y un libro de pasta celeste.

—¿Usted cambia libros?—pregunta tímidamente. El librero le contesta negativamente. Ella se queda observando el stand. Su mirada es curiosa, peculiar, casi impertinente. En una librería de cadena sería vista por el empleado como una presunta delincuente. Oscar, al contrario, ve este gesto con aprecio, esperando que sea una cliente potencial, mientras paralelamente observa las baldosas que no almacenan humedad en el día de hoy y se rasca levemente la cabeza. De un momento a otro rompe el silencio.



—Bueno depende del libro. La cuestión es que a veces me traen libros que no valen la pena…muéstreme qué libro es— la chica quita su mirada de los libros en el stand y le entrega la obra que tiene en su mano derecha al librero. Es una obra de José Saramago con un gigantesco letrero que dice con exagerada “mayusculitis” «Ganador del Premio NOBEL 1998».

—¡Ah! José Saramago, bueno este si vale la pena. ¿Por cuál se lo cambio?

—Es que no lo he terminado— dice la chica bajando un poco la mirada.

—Usted no se preocupe, cuando lo termine de leer viene y hacemos el cambio.

La niña sonríe, vuelve a mirar con gran curiosidad los libros que están encima del stand. Ojea los ejemplares que se encuentran sobre la tabla, mientras Oscar ve con gran satisfacción la posibilidad de un nuevo cliente. No ocurre ninguna transacción. La chica retira la mirada de los libros, agradece al librero por su atención y se retira del lugar siguiendo con su camino. Como no pasan más clientes, el librero se sienta en su butaquita, toma uno de los libros de exposición y empieza a leerlo, mientras el reloj sigue su curso normal hasta la una de la tarde, hora en la que Oscar saca de un bolso metido en su carrito, una olla donde se encuentra el almuerzo caliente que trajo en el día de hoy.

Otro cliente pasa por el lugar. Es al parecer un estudiante de alguna de las muchas universidades que quedan cerca del lugar. Observa con curiosidad los libros de Hermann Hesse que están sobre el stand. Es el momento de entrar de nuevo en acción.
—Si señor, qué se le ofrece— le dice Oscar con su imborrable pero cálido acento paisa. El chico le señala el libro del lobo estepario y le pregunta sobre qué trata. Oscar le ofrece una breve sinopsis de la historia y le ofrece algunos argumentos de por qué debe leer ese libro. El chico mira con curiosidad la obra. Su mirada muestra que en su cabeza se está gestando una decisión. El librero por su parte, sigue ofreciendo la obra de forma persuasiva, exponiéndole las bondades del libro que leyó hace algún tiempo. Finalmente el estudiante toma una decisión: comprar el libro. El precio, la calidad material y las recomendaciones del librero lo convencen que es una decisión que no debe retrasar más.



Luego de que el chico se va, Oscar vuelve a su butaca. Sin falsa modestia, ni mentiras, esgrime que “el librero ambulante es el que mejor libros tiene y mejor selecciona”. Su stand habla por sí mismo. Es el resultado de años de lectura y labores relacionadas con las palabras y las hojas de papel, que lo llevaron a tener un descomunal conocimiento de la literatura, que podría avergonzar a muchos profesores de materias relacionadas. No obstante lo anterior, su labor no está en salones, sino en esa pequeña esquina del parque de los periodistas que el ICFES y la policía le permiten utilizar para promover de manera efectiva la lectura, con precios asequibles de libros que alguna vez pertenecieron a bibliotecas particulares de algún personaje que el lector nunca conocerá, ya que los años pasan, los lugares se acaban o cambian, pero las palabras siguen igual.     

1 comentario:

  1. Hermosa historia. Sabes si el señor aún vende libros en el parque santander? Me gustaría pasar a mirar. Gracias.

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