El año pasado, una semana después de que murió el gran
escritor mexicano Carlos Fuentes, Hector Abad intentó banalizarlo y
empequeñecerlo de una manera despreciable en la que dejó en evidencia su
envidia por el referente del Boom latinoamericano. Digo que fue despreciable
porque en vida, Abad Faciolince nunca efectuó un ataque escrito en contra del
mexicano y esperó a que se muriera para decir cosas como las que dijo en su
columna "que digan que estoy dormido", la cual por cierto, le fueron
vedados los comentarios para evitar la tan "fastidiosa" réplica por
parte de los lectores.
Que digan que estoy dormido
Por: Héctor Abad Faciolince
Link original: http://www.elespectador.com/opinion/columna-347348-digan-estoy-dormido
Muriera donde muriera, el mexicano Carlos Fuentes dejó
instrucciones precisas de que lo enterraran en el cementerio de Montparnasse,
"cerca de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir".
Mientras cargan para allá con
sus restos, me acordé de la voz de Jorge Negrete cantando un corrido de su
país: “México lindo y querido / si muero lejos de ti / que digan que estoy
dormido / y que me traigan aquí”. Aquí lo pueden oír: http://bit.ly/rz5N1I y
aprovechen para fijarse en la imagen de Jorge Negrete. Su estampa fue el modelo
de belleza para los latin lovers: moreno, delgado, mero macho, peinadísimo, de
corbata, con bigotico negro muy cuidado. ¿A quién se parece mucho? Pues nada
menos que a Carlos Fuentes.
Fuentes, desde hace decenios, se
paseaba por el mundo entero como una especie de embajador de la literatura,
perfectamente ataviado como Jorge Negrete, dando discursos en los que
pontificaba sobre todo lo divino y humano: no solamente sobre quiénes eran sus
herederos legítimos en la literatura latinoamericana, sino sobre cualquier tema
de sociedad o política internacional. Al mismo tiempo, casi cada año presentaba
nuevos libros, lo cual habla muy bien de su capacidad de trabajo, pero que
comparados con sus grandes primeras obras (La muerte de Artemio Cruz, Aura, La
región más transparente) parecían escritos por un aprendiz. Son ensayos y
novelas descuidados, precipitados, como si hubieran sido escritos en hoteles y
aeropuertos, cuando las recepciones y los agasajos dejan un espacio en la vida.
Los libros de madurez de Fuentes eran dignos, aunque muy abundantes. Una vez
Monsiváis declaró que si a Fuentes le habían dado una beca de dos años para
escribir Terra Nostra, a él deberían darle otra para leerlo. Pero el personaje
Fuentes acabó dándole un golpe de estado al escritor Fuentes. Cuanto más crecía
el primero, menos bien escribía el segundo.
En la ‘cultura del espectáculo’
de la que habla Vargas Llosa en su último libro, el escritor contemporáneo corre
un grave riesgo: que su imagen se lleve por delante su obra. Que la permanente
exposición al mundo aniquile su concentración como artista. Al conocer a
Fuentes había algo que llamaba la atención y que José Saramago registró con
agudeza: “No soy persona que pueda ser fácilmente intimidada, pero mis primeros
contactos con Carlos Fuentes, en todo caso siempre cordiales (…), no fueron
fáciles, no por su culpa, sino por una especie de resistencia que me impedía
aceptar con naturalidad lo que en Carlos Fuentes era naturalísimo, y que no es
otra cosa que su forma de vestir. Todos sabemos que Fuentes viste bien, con
elegancia y buen gusto, la camisa sin una arruga, los pantalones con la raya
perfecta, pero, por ignotas razones, pensaba yo que un escritor, especialmente
si pertenecía a esa parte del mundo, no debería vestir así. Gran equivocación
mía. Al final, Carlos Fuentes hizo compatible la mayor exigencia crítica, el
mayor rigor ético, que son los suyos, con una corbata bien elegida. No es
pequeña cosa, créanme”.
Concuerdo con la primera
observación de Saramago; menos con el matiz que luego le da. A Carlos Fuentes
le gustaba hacer un permanente monumento de sí mismo, empezando por el
exagerado atavío. Le gustaba oírse hablar, oírse caminar. Le gustaba su imagen
de Negrete en los espejos. Se sentía cómodo en su papel de pontífice de las
letras. Era tieso, solemne. Y su último acto fue prepararse la tumba en París,
cerca de quienes él consideraba sus pares. Dijo en una de sus últimas
entrevistas: “Tengo un monumento muy bonito esperándome; se acerca el momento
de ir a ocuparlo”. Dentro de poco estará ahí, en su automonumento. Para algunos
escritores este es “un modelo de intelectual”. Para otros, entre quienes me
cuento, es el antimodelo: exactamente eso a lo que nunca quisiéramos
parecernos. ¿Se imaginan a Coetzee, a Philip Roth o a García Márquez mandándose
a hacer un monumento? No lo necesitan: su único y verdadero monumento son sus
libros.
Ahí termina la cobarde columna de Abad Faciolince, quien
repito, esperó a que muriera Fuentes para sacar toda la artillería que tenía en
contra del mexicano. Sin embargo, luego de aquella columna, una periodista
llamada Indira Vera respondió al memorial de agravios de Faciolince en una
excelente réplica que fue publicada en el espectador y que traigo a este blog:
Réplica a la columna de Héctor Abad
Por: Cartas de los lectores
Muchos podríamos escribir de García Márquez, de Saramago
e incluso de Héctor Abad lo que rechazamos de ellos como individuos.
Yo diría, por ejemplo, que
cuando conocí a Saramago me pareció muy adusto, un poco áspero y algo receloso
de la desbordada admiración que profesan los lectores a Gabo. Pensé que la
bella e inteligente Pilar del Río, su esposa y traductora en español, suavizaba
al hombre rígido que escondía a sensible escritor.
Podría decir que Gabo pudo
haberme hablado en Guadalajara cuando lo tuve frente a mí, mirando mis ojos de
periodista inquieta, de colombiana orgullosa y de lectora deslumbrada que no
ocultaba su emoción de poder ver tan cerca los ojos y las manos del hijo del
telegrafista de Aracataca que se hizo universal por la genialidad de su relato
y la cadencia de su prosa.
“Gabo, dime unas palabras para
Caracol Radio”, le dije un par de veces mientras él sostenía mi mirada como
escudriñando a la mujer que tenía enfrente y quizá valorando su vieja decisión
de no dar entrevistas. “Describe el momento, inventa la historia”, me dijo un
poco pícaro, un poco en serio. Luego retomó su camino hacia la tarima donde lo
esperaban Carlos Fuentes y otros grandes que ya estaban de pie, al igual que el
auditorio atiborrado con más de dos mil personas que aplaudían al también
colombiano Álvaro Mutis, que era homenajeado en esa Feria del Libro de
Guadalajara.
Podría decir que Héctor Abad, a
quien también conocí en aquella Feria, me pareció un paisa medio rolo, sensible
a medias, un hombre de apariencia cercana pero de trato distante, meramente
formal. Recuerdo que le ofrecí mi computador al verlo desubicado en el salón de
prensa. Lo atendí con la admiración y el respeto que me inspiran los escritores
de letras sensibles pero él fue incapaz de entregarse al momento. Su mera
formalidad en el trato la confirmé meses después cuando lo entrevistaba por su
éxito literario El Olvido que seremos. Luego de esos encuentros sin matices, y
aunque valoro las bondades de sus escritos, me desapasioné por completo de sus
lecturas.
Sin embargo las sombras humanas
que vi en Saramago, en el mismo Gabo e inclusive en Fuentes no fueron
suficientes para distanciarme de sus piezas literarias. A Fuentes lo conocí en
México y luego en Cartagena. En efecto, era un hombre recio, riguroso, un poco
infranqueable que se conducía con la seguridad de quien se sabe célebre. Pero
¿qué hay de malo en ello?
Fuentes y Gabo se ganaron el
derecho a ser como se les dé la gana porque fueron gestores de la
transformación que sufrió la literatura hispanoamericana, porque convirtieron
relatos locales en piezas totalizantes y universales que le dieron identidad y
nombre a América, tal como lo dijo el propio Fuentes.
Tiene razón Abad al decir que el
escritor Fuentes maduro no escribía igual de genial al de La región más
transparente, Aura o La muerte de Artemio Cruz. Pero ¿acaso el García Márquez
de Cien Años de Soledad es el mismo de Noticia de un Secuestro? O el de Memoria
de mis putas tristes? Seguro que no. El mismo Gabo ha reconocido que la
escritura se le hizo más difícil con los años, quizá porque perdió la
espontaneidad que da el anonimato o porque dejó de escribir por el simple
placer de simpatizar a sus amigos. ¿Debe ser eso motivo de cuestionamientos?
¿No basta acaso con que hubiera creado la delirante historia de los Buendía
para dejar ver el tope de su grandeza? No necesitaba seguir demostrándolo. Cada
obra posterior es una muestra adicional de la genialidad ya indiscutible.
A Saramago basta leerle El
Evangelio según Jesucristo o Caín para ser indulgente con el ser adusto que
cubrió al escritor heterodoxo, disconforme, iconoclasta y místico si se quiere.
Qué importancia tienen las sombras humanas de un narrador que fue capaz de
mostrar de otra forma los tiempos históricos y bíblicos cuestionando los credos
más sagrados de la religión judía e incluso del cristianismo.
Fuentes rompió los esquemas,
dejó de ser libro y se hizo presente, vivo, actual y ciudadano pensante. Se
atrevió a hablar de sociedad y actualidad y cuestionó sin tapujos a los
políticos que resultaron inferiores a los requerimientos de su México
descuadernado y violento. Fuentes aprovechó su prestigio inicial como escritor
para darles luces a sus lectores pensantes, votantes, que reconocieron en él al
líder desprovisto de intereses políticos. Suficiente con echar una mirada en
las redes sociales para confirmar que los mexicanos se sienten huérfanos con la
partida no sólo del escritor sino también del líder.
Tuvo otra virtud que reconocen
todos, incluso Abad, aunque someramente: su interés porque los nuevos
escritores encontraran cauces, hallaran casas editoriales que reprodujeran sus
obras en su sueño ideal de un planeta habitado sólo por escritores y lectores.
Abad, con argumentos reales en
parte y fútiles a veces, no le hace justicia al Fuentes celebridad, al
personaje público que desafió las molestias propias de sus ochenta y tantos
años y tomó vuelos largos y tediosos para atravesar continentes y exponer su
pensamiento sociopolítico literario en auditorios sedientos de ideas nobles. No
le luce a un buen escritor como Abad, ya no principiante pero tampoco
universal, medir con una vara tan dura a un narrador que, si bien no fue en su
madurez el mismo de los años mozos, sí fue capaz de congregar la fidelidad de
sus lectores y de quitarse su corona para abrirles camino a sus herederos
literarios.
Que me disculpe Abad pero Gabo,
Fuentes, Cortázar, Borges, Neruda, Rulfo, Vargas Llosa, Mutis y muchos grandes
hispanoamericanos que hicieron bien la tarea, se ganaron el derecho a ser
vanidosos o no, a vestirse como gentleman o urbano, a simpatizar con la
izquierda o la derecha, a inspirarse en Negrete, como lo hizo Fuentes, o en el genio
Pessoa, como lo soñó Saramago.
Que me disculpe Abad pero me
resulta un poco insolente su apreciación de que el célebre Fuentes hace parte
de lo que Vargas Llosa llama la banalización de la cultura. Afirmar eso sería
banalizar a un hombre culto.
Indira Vega. Periodista.
Luego de leídas las dos opiniones estoy de acuerdo con la
periodista en el sentido de que Hector Abad se le fueron las luces y cometió un
error de escritor principiante en su impulsivo texto. De Hector Abad he pensado
que es un escritor sobrevalorado y no me pareció excelente (como muchos la
pintan) su novela el olvido que seremos,
sino más bien correcta y ya. Como dato personal, el libro que más he disfrutado
de él se llama palabras sueltas y es
un compendio de microensayos, no una narración ni nada que se le parezca. Sin
embargo a esa imagen, ahora le tengo que agregar que es un envidioso al que se
le subió la fama a la cabeza.
Ustedes tomarán sus propias conclusiones.
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