miércoles, 30 de enero de 2013

Recordando la controversia Hector Abad contra Carlos Fuentes


El año pasado, una semana después de que murió el gran escritor mexicano Carlos Fuentes, Hector Abad intentó banalizarlo y empequeñecerlo de una manera despreciable en la que dejó en evidencia su envidia por el referente del Boom latinoamericano. Digo que fue despreciable porque en vida, Abad Faciolince nunca efectuó un ataque escrito en contra del mexicano y esperó a que se muriera para decir cosas como las que dijo en su columna "que digan que estoy dormido", la cual por cierto, le fueron vedados los comentarios para evitar la tan "fastidiosa" réplica por parte de los lectores.



Que digan que estoy dormido
Por: Héctor Abad Faciolince
Link original: http://www.elespectador.com/opinion/columna-347348-digan-estoy-dormido

Muriera donde muriera, el mexicano Carlos Fuentes dejó instrucciones precisas de que lo enterraran en el cementerio de Montparnasse, "cerca de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir".

Mientras cargan para allá con sus restos, me acordé de la voz de Jorge Negrete cantando un corrido de su país: “México lindo y querido / si muero lejos de ti / que digan que estoy dormido / y que me traigan aquí”. Aquí lo pueden oír: http://bit.ly/rz5N1I y aprovechen para fijarse en la imagen de Jorge Negrete. Su estampa fue el modelo de belleza para los latin lovers: moreno, delgado, mero macho, peinadísimo, de corbata, con bigotico negro muy cuidado. ¿A quién se parece mucho? Pues nada menos que a Carlos Fuentes.

Fuentes, desde hace decenios, se paseaba por el mundo entero como una especie de embajador de la literatura, perfectamente ataviado como Jorge Negrete, dando discursos en los que pontificaba sobre todo lo divino y humano: no solamente sobre quiénes eran sus herederos legítimos en la literatura latinoamericana, sino sobre cualquier tema de sociedad o política internacional. Al mismo tiempo, casi cada año presentaba nuevos libros, lo cual habla muy bien de su capacidad de trabajo, pero que comparados con sus grandes primeras obras (La muerte de Artemio Cruz, Aura, La región más transparente) parecían escritos por un aprendiz. Son ensayos y novelas descuidados, precipitados, como si hubieran sido escritos en hoteles y aeropuertos, cuando las recepciones y los agasajos dejan un espacio en la vida. Los libros de madurez de Fuentes eran dignos, aunque muy abundantes. Una vez Monsiváis declaró que si a Fuentes le habían dado una beca de dos años para escribir Terra Nostra, a él deberían darle otra para leerlo. Pero el personaje Fuentes acabó dándole un golpe de estado al escritor Fuentes. Cuanto más crecía el primero, menos bien escribía el segundo.

En la ‘cultura del espectáculo’ de la que habla Vargas Llosa en su último libro, el escritor contemporáneo corre un grave riesgo: que su imagen se lleve por delante su obra. Que la permanente exposición al mundo aniquile su concentración como artista. Al conocer a Fuentes había algo que llamaba la atención y que José Saramago registró con agudeza: “No soy persona que pueda ser fácilmente intimidada, pero mis primeros contactos con Carlos Fuentes, en todo caso siempre cordiales (…), no fueron fáciles, no por su culpa, sino por una especie de resistencia que me impedía aceptar con naturalidad lo que en Carlos Fuentes era naturalísimo, y que no es otra cosa que su forma de vestir. Todos sabemos que Fuentes viste bien, con elegancia y buen gusto, la camisa sin una arruga, los pantalones con la raya perfecta, pero, por ignotas razones, pensaba yo que un escritor, especialmente si pertenecía a esa parte del mundo, no debería vestir así. Gran equivocación mía. Al final, Carlos Fuentes hizo compatible la mayor exigencia crítica, el mayor rigor ético, que son los suyos, con una corbata bien elegida. No es pequeña cosa, créanme”.

Concuerdo con la primera observación de Saramago; menos con el matiz que luego le da. A Carlos Fuentes le gustaba hacer un permanente monumento de sí mismo, empezando por el exagerado atavío. Le gustaba oírse hablar, oírse caminar. Le gustaba su imagen de Negrete en los espejos. Se sentía cómodo en su papel de pontífice de las letras. Era tieso, solemne. Y su último acto fue prepararse la tumba en París, cerca de quienes él consideraba sus pares. Dijo en una de sus últimas entrevistas: “Tengo un monumento muy bonito esperándome; se acerca el momento de ir a ocuparlo”. Dentro de poco estará ahí, en su automonumento. Para algunos escritores este es “un modelo de intelectual”. Para otros, entre quienes me cuento, es el antimodelo: exactamente eso a lo que nunca quisiéramos parecernos. ¿Se imaginan a Coetzee, a Philip Roth o a García Márquez mandándose a hacer un monumento? No lo necesitan: su único y verdadero monumento son sus libros.

Ahí termina la cobarde columna de Abad Faciolince, quien repito, esperó a que muriera Fuentes para sacar toda la artillería que tenía en contra del mexicano. Sin embargo, luego de aquella columna, una periodista llamada Indira Vera respondió al memorial de agravios de Faciolince en una excelente réplica que fue publicada en el espectador y que traigo a este blog:
Réplica a la columna de Héctor Abad
Por: Cartas de los lectores

Muchos podríamos escribir de García Márquez, de Saramago e incluso de Héctor Abad lo que rechazamos de ellos como individuos.

Yo diría, por ejemplo, que cuando conocí a Saramago me pareció muy adusto, un poco áspero y algo receloso de la desbordada admiración que profesan los lectores a Gabo. Pensé que la bella e inteligente Pilar del Río, su esposa y traductora en español, suavizaba al hombre rígido que escondía a sensible escritor.
Podría decir que Gabo pudo haberme hablado en Guadalajara cuando lo tuve frente a mí, mirando mis ojos de periodista inquieta, de colombiana orgullosa y de lectora deslumbrada que no ocultaba su emoción de poder ver tan cerca los ojos y las manos del hijo del telegrafista de Aracataca que se hizo universal por la genialidad de su relato y la cadencia de su prosa.

“Gabo, dime unas palabras para Caracol Radio”, le dije un par de veces mientras él sostenía mi mirada como escudriñando a la mujer que tenía enfrente y quizá valorando su vieja decisión de no dar entrevistas. “Describe el momento, inventa la historia”, me dijo un poco pícaro, un poco en serio. Luego retomó su camino hacia la tarima donde lo esperaban Carlos Fuentes y otros grandes que ya estaban de pie, al igual que el auditorio atiborrado con más de dos mil personas que aplaudían al también colombiano Álvaro Mutis, que era homenajeado en esa Feria del Libro de Guadalajara.

Podría decir que Héctor Abad, a quien también conocí en aquella Feria, me pareció un paisa medio rolo, sensible a medias, un hombre de apariencia cercana pero de trato distante, meramente formal. Recuerdo que le ofrecí mi computador al verlo desubicado en el salón de prensa. Lo atendí con la admiración y el respeto que me inspiran los escritores de letras sensibles pero él fue incapaz de entregarse al momento. Su mera formalidad en el trato la confirmé meses después cuando lo entrevistaba por su éxito literario El Olvido que seremos. Luego de esos encuentros sin matices, y aunque valoro las bondades de sus escritos, me desapasioné por completo de sus lecturas.

Sin embargo las sombras humanas que vi en Saramago, en el mismo Gabo e inclusive en Fuentes no fueron suficientes para distanciarme de sus piezas literarias. A Fuentes lo conocí en México y luego en Cartagena. En efecto, era un hombre recio, riguroso, un poco infranqueable que se conducía con la seguridad de quien se sabe célebre. Pero ¿qué hay de malo en ello?
Fuentes y Gabo se ganaron el derecho a ser como se les dé la gana porque fueron gestores de la transformación que sufrió la literatura hispanoamericana, porque convirtieron relatos locales en piezas totalizantes y universales que le dieron identidad y nombre a América, tal como lo dijo el propio Fuentes.
Tiene razón Abad al decir que el escritor Fuentes maduro no escribía igual de genial al de La región más transparente, Aura o La muerte de Artemio Cruz. Pero ¿acaso el García Márquez de Cien Años de Soledad es el mismo de Noticia de un Secuestro? O el de Memoria de mis putas tristes? Seguro que no. El mismo Gabo ha reconocido que la escritura se le hizo más difícil con los años, quizá porque perdió la espontaneidad que da el anonimato o porque dejó de escribir por el simple placer de simpatizar a sus amigos. ¿Debe ser eso motivo de cuestionamientos? ¿No basta acaso con que hubiera creado la delirante historia de los Buendía para dejar ver el tope de su grandeza? No necesitaba seguir demostrándolo. Cada obra posterior es una muestra adicional de la genialidad ya indiscutible.

A Saramago basta leerle El Evangelio según Jesucristo o Caín para ser indulgente con el ser adusto que cubrió al escritor heterodoxo, disconforme, iconoclasta y místico si se quiere. Qué importancia tienen las sombras humanas de un narrador que fue capaz de mostrar de otra forma los tiempos históricos y bíblicos cuestionando los credos más sagrados de la religión judía e incluso del cristianismo.

Fuentes rompió los esquemas, dejó de ser libro y se hizo presente, vivo, actual y ciudadano pensante. Se atrevió a hablar de sociedad y actualidad y cuestionó sin tapujos a los políticos que resultaron inferiores a los requerimientos de su México descuadernado y violento. Fuentes aprovechó su prestigio inicial como escritor para darles luces a sus lectores pensantes, votantes, que reconocieron en él al líder desprovisto de intereses políticos. Suficiente con echar una mirada en las redes sociales para confirmar que los mexicanos se sienten huérfanos con la partida no sólo del escritor sino también del líder.

Tuvo otra virtud que reconocen todos, incluso Abad, aunque someramente: su interés porque los nuevos escritores encontraran cauces, hallaran casas editoriales que reprodujeran sus obras en su sueño ideal de un planeta habitado sólo por escritores y lectores.

Abad, con argumentos reales en parte y fútiles a veces, no le hace justicia al Fuentes celebridad, al personaje público que desafió las molestias propias de sus ochenta y tantos años y tomó vuelos largos y tediosos para atravesar continentes y exponer su pensamiento sociopolítico literario en auditorios sedientos de ideas nobles. No le luce a un buen escritor como Abad, ya no principiante pero tampoco universal, medir con una vara tan dura a un narrador que, si bien no fue en su madurez el mismo de los años mozos, sí fue capaz de congregar la fidelidad de sus lectores y de quitarse su corona para abrirles camino a sus herederos literarios.

Que me disculpe Abad pero Gabo, Fuentes, Cortázar, Borges, Neruda, Rulfo, Vargas Llosa, Mutis y muchos grandes hispanoamericanos que hicieron bien la tarea, se ganaron el derecho a ser vanidosos o no, a vestirse como gentleman o urbano, a simpatizar con la izquierda o la derecha, a inspirarse en Negrete, como lo hizo Fuentes, o en el genio Pessoa, como lo soñó Saramago.

Que me disculpe Abad pero me resulta un poco insolente su apreciación de que el célebre Fuentes hace parte de lo que Vargas Llosa llama la banalización de la cultura. Afirmar eso sería banalizar a un hombre culto.

Indira Vega. Periodista.

Luego de leídas las dos opiniones estoy de acuerdo con la periodista en el sentido de que Hector Abad se le fueron las luces y cometió un error de escritor principiante en su impulsivo texto. De Hector Abad he pensado que es un escritor sobrevalorado y no me pareció excelente (como muchos la pintan) su novela el olvido que seremos, sino más bien correcta y ya. Como dato personal, el libro que más he disfrutado de él se llama palabras sueltas y es un compendio de microensayos, no una narración ni nada que se le parezca. Sin embargo a esa imagen, ahora le tengo que agregar que es un envidioso al que se le subió la fama a la cabeza.
Ustedes tomarán sus propias conclusiones.

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